Cristina Wargon y el Año Nuevo Judío

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Shaná Tova. Crónica de una Mestiza

Cristina Wargon y el Año Nuevo Judío

Quizás este sea el año que más deseos he recibido para el año nuevo judío. Contesté “gracias” con una sonrisa, pero cada vez se movió un ladrillito de mi frágil estructura religiosa.

¿Cómo explicar que no soy judía a alguien que me desea un “año dulce y que Dios me vuelva a inscribir en el libro de la vida”? Quedaría mal con quien me lo deseó, con mi papá que me dio este apellido y esta pinta de rusa del Once, y con toda mi familia muerta en el gueto de Varsovia. O sea, que recibí todos los buenos deseos,  una vez más deseé haber sido judía, y me acordé de mi padre, al que sólo me cabe perdonarlo… ¡Mirá que hacerme católica con esta pinta de moishe y esta nariz!

Mi padre que era un hombre de ideas simples y rotundas: los comunistas eran malos, los nazis eran re malos, y la única que siempre tenía la razón era mi madre.

Tocaba el piano sin conocimiento pero con gran entusiasmo, cantaba con una potente voz de barítono y bailaba como un cosaco. Tenía un corazón romántico de perro San Bernardo que lo llevó a enamorarse de una réproba, goy y divorciada: ¡mi madre! Y allí comenzó el lío porque llegamos nosotros, los hijos.

Cristina Wargon y el Año Nuevo Judío

Como buen judío tenía grandes reflejos para la supervivencia  entrenada a través de los siglos, las diásporas y los pogroms, y estaba decidido a que a sus hijos, nacidos después del Holocausto, no los llevarían jamás a una cámara de gas.

La estrategia que se le ocurrió fue hacernos católicos, frente a la mirada prescindente de mi madre a quien el tema no la conmovía  (tema religión, y de paso tema hijos). Su única posición ideológica era que, al calor del amor que le tenía a mi papá, odiaba a todo lo que sonara a alemán. Cualquier otra sutileza, como que había alemanes nazis y había alemanes buenos, nunca consiguió anidar bajo sus rulos. Así fue como, cuando la pedagogía no se había inventado, mi hermano y yo marchamos, pequeños y desorientados, a educarnos como católicos.

No fue una buena idea. Con este apellido tan confuso (ni un Pérez o un inequívoco Feldman) nadie se privó nunca de hablar mal de los judíos, y obligarme a levantar la mano y decir: mi papá es judío.

Pasé buena parte de la primaria y secundaria en Dirección y me llevé materias a rendir por alguna que otra profesora, un poquito nazi. Aprendí el catecismo de memoria, tomé la primera comunión con vestidito blanco, y terminé mi periplo educativo sabiendo que el catolicismo no era lo mío pero del otro lado me esperaba el Holocausto. O las llamas del infierno o la cámara de gas. No son opciones razonables para atravesar la adolescencia.

Crónica de una Mestiza

Creo que mi hermano juró que su apellido era japonés y lo pasó mejor, aunque a la vejez viruela fue a visitar el gueto de Varsovia, más que buscando sus raíces, buscando sus cenizas.

Es muy difícil dejar de hacerse cargo de esa historia. Al menos, vuelve a mí cada vez que algún médico me pregunta si hay diabéticos en mi familia, o cualquier enfermedad que involucre a la rama de mi padre. Las cenizas no hablan, solo gritan en algunos sueños

Pero ser judío directamente, es inviable. El vientre de la madre define la religión, sabiduría judía traducible a: “madre es cierta, padre andá a saber”. Tendría que convertirme, y no creo en los conversos. Sólo de vez en cuando me gustaría pertenecer a ese inmenso río milenario, que las comidas que yo invento y digo que son judías, lo sean en verdad, que mi cara  se condiga con mi origen y saber qué se contesta cuando me dicen ¡Shaná Tova!

Igual, les deseo que tengan “un año dulce y que Dios los vuelva a inscribir en el libro de la vida” ¡Mazel Tov!

 



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