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¡MAMÁAAAAAAAA!
Cristina Wargon Biografía (II)
Se ha hablado mucho de las madres. Sobre todo, de las madres que tienen hijos chiquitos, o adolescentes. Pero, ¿qué pasa cuando una, que ya ha crecido demasiado, se anima a hablar de su propia vieja –que también ha crecido demasiado–?
Es sabido que las madres, en cualquier época o formato, son óptimas para inspirar las más tiernas poesías y ocasionar los más rotundos traumas. Dan de comer por igual a bardos y psicoanalistas, cantan en nuestros oídos arrorrós envenenados, nos acarician con manitas de plomo y nos dispensan todo bien y todo cataclismo. Normalmente, aquellos que no cultivamos la poesía terminamos hablando de ellas boca arriba, 45 minutos por vez, dos días a la semana con tarifa reajustable.
Mis disculpas: al no tener analista, me veo en la obligación de infligirles lo siguiente.
Estas ideas surgieron la última vez que nos vimos con mi vieja. Terminaba de contarle un problema personal que me tenía sin dormir desde hacia varios meses, y siendo ella una persona de sensatez ejemplar le acababa de pedir su consejo. Propiamente, una escena de “Mujercitas”.
Luego de escuchar el relato, mi madre meditó unos segundos y luego me preguntó que plazo tenía para resolver el conflicto.
–Tres meses –contesté.
– ¡Qué suerte! ¡Para entonces estaré muerta! (Vale acotar que goza de la salud de un caballo pura sangre cuidado en el Haras de un sultán árabe).
Le clavé hasta el fondo mi mirada polaca (herencia de mi viejo), y repliqué: –¡Andate al carajo!
Todo el encanto de una novela maternal estaba roto, pero como en vez de enojarse se largo a reír, le dije: “Te juro que voy a escribir sobre vos”. Se volvió a reír. ¿De qué se habrá reído tanto?
Tuve 200 hermanos. Cristina Wargon Biografía (II)
Si es cierto que la niñez es la patria del hombre, como afirman los poetas, queda claro por qué me siento una patriota deficiente. Nuestra infancia de clase media transcurrió en un verdadero conventillo de personas: mi vieja coleccionaba gente con la misma devoción con la que otras damas se dedican a la jardinería. Gente que “vivía” con nosotros: recuerdo haber compartido esas épocas con Estribisqui, hijo de un guardabarreras –su padre tomaba mate con alcohol de quemar–: mi vieja lo adoptó en esa confusa categoría en la que nos desenvolvimos todos: algo de hijos, algo de protegidos pero, eso si, todos a la misma escuela, con cumpleaños igualitarios, idénticas Navidades y una parte proporcional de su afecto.
Dentro de sus ejemplares de colección han quedado en mi memoria un carpintero peruano decididamente curda, una prima descendiente del ghetto de Varsovia, otra prima de San Luis (provincia natal de mi madre) y, por supuesto, infinidad de perros. Cuanto más atorrantes, más amados.
La única diferencia que mi madre establecía entre todos nosotros, era que no hablaba con los perros. O, más exactamente, ellos no le contestaban…
Mi vieja festejaba solo dos acontecimientos: las Navidades y los cumpleaños. Estas celebraciones fueron siempre tan fantásticas como confusas: en Navidad había un gran pino natural (rigurosamente robado), toneladas de comida y un acordeonista que tocaba, ¡Dios sabrá por qué!, canciones de la vieja Rusia que mi padre bailaba con la devoción de un cosaco; los cumpleaños habían sido socializados y eran inigualables: títeres fabricados entre todos y esotéricas competencias. Como éramos tantos, nadie estaba seguro de cuando era su cumpleaños, ya que uno servia para varios y la misma torta se apagaba entre hijos y entenados hasta que las velitas quedaban mochas.
Todos estos faustos y anécdotas enmascaraban una pregunta que nadie pudo responder: ¿a quién mamá quería más de todos? Mi hermana siempre sospecho que a uno de los perros; yo creía que a mi prima del ghetto, y con mi hermano nunca hablé de la cuestión pero supongo que el tenía en mente al carpintero peruano (cosas del Edipo). Tampoco nunca se supo por que siendo agnóstica y casada con un judío, nos torturó con colegios religiosos donde nos enseñaban, precisamente, como personas como ella y mi papá se iban derechito al infierno.
La mascarita extraña y mis novios. Cristina Wargon Biografía (II)
Todos heredamos de mamá su amor por los libros. Y todos padecimos, me temo, las consecuencias de su almita dada a la fabulación.
Para cada uno de sus hijos y acerca de un mismo hecho, mi vieja inventaba historias que explicaban lo inexplicable y recreaban lo inexistente. Como la pedagogía le era ajena y de psicología todavía no se hablaba, sus cuentos no eran lo que podríamos llamar óptimos. El que a mi me contaron decía que durante el embarazo se había enfermado de alergia. Que la alergia, con el correr del tiempo se había transformado en asma. Que también durante el embarazo le surgió un tumor. Cargué con ese tumor hasta los quince años, cuando se lo sacaron. Quedaba claro que por mi culpa padecía ataques que culminaban con asmapul, inyecciones, presunción de muerte, y en mis fantasías más de una vez sospeché que en el momento del parto ella expulsó el tumor mientras yo me quedaba para siempre dentro de su panza.
Con mis hermanos también hubo historias: no las conozco bien, pero si sé que haciendo gala de un cruel humor, que también corre por mis venas, cuando uno se perdía en la playa Bristol y una multitud aplaudía para que llegara la madre, la madre –que era ella– afirmaba tan campante no conocer a ese crío. El crío de marras todavía debe andar explicándolo a su terapeuta.
Siendo ya adolescente quien suscribe, en algún baile de Carnaval aparecía una mascarita extraña cuyo deleite era acercarse a mi noviecito de turno y contarle mis secretos como si fuera mi madre. Por supuesto, era mi madre. ¿Como culparla, si mi hermana y yo, ya de grandes, cuando nos juntamos nos dedicamos a cultivar el mismo género de broma macabra que tanto ha deleitado a nuestra vieja? Después de todo, “sólo el ejercicio del equívoco puede evitar que un ser inteligente muera de aburrimiento”.
Mirá cómo me estoy por morir
Así como yo me he “curado” de dos infartos y un cáncer, mi vieja ha sobrevivido a un mal de Parkinson, varios cánceres de esófago, intestino, pulmón y recto, y ¡lo que es decididamente grandioso!, ha sobrevivido además, dos veces a la misma muerte.
Mucho antes de que a García Márquez se le ocurriera “Crónica de una muerte anunciada”, mi madre se le anticipó proclamando que no viviría ni un día más después de la muerte de mi padre, a quien amó como los primeros cristianos al Mesías. Murió mi padre, y allí está ella todavía. Pero aun nos faltaba la segunda: desde que tengo memoria, y por una suerte de decreto emanado de su propia realeza, se nos había comunicado que en el cumpleaños número 75 su alma huiría de este mundo, tan fatalmente como que el sol saldrá mañana.
Fuimos, por decirlo de algún modo, huérfanos a plazo fijo hasta que llego el día atroz de su 75° onomástico. Desde Córdoba, apenas amanecida, me lancé sobre un teléfono para chequear su salud, mientras me rondaban horribles pájaros negros. Del otro lado del tubo su voz, fresca como un pimpollo y macabramente risueña, me informo que “por haber mirado mal sus documentos, recién descubría ¡que cumplía 76!”.
!Oh, maestra de vida! ¡Ni en mis mejores sueños hipocondríacos se me hubiera ocurrido una treta tan exquisita! De cualquier forma, aunque la muerte pareciera haberse olvidado de ella, ella no se ha olvidado de la muerte. Sufre de una extraña dolencia ubicada en la lengua, y periódicamente me da instrucciones sobre que hacer con sus restos mortales. Es capaz de cortar el almuerzo más alegre diciendo:
No te olvides de cremarme…
Solo sé que junto a esta nota le juré que, si me seguía molestando, la pondré en una bolsa para que se la lleve el camión de la basura. “No nos une el espanto sino el humor ¿será por eso que la quiero yo?”
Decálogo de vida (según mi madre) Cristina Wargon Biografía (II)
- El mejor de los hombres no vale ni una mala palabra de una mujer. Salvo tu padre y tu hermano.
- La psicología es una impudicia. Nadie tiene por qué contar sus intimidades a un extraño.
- Tu padre fue un santo. Nunca me dejó saber que era cornuda.
- Tus hermanos sí que son buenos, pero a vos te quiero más.
- Envejecer es un asco.
- El que no estudia no es nadie.
- Hacer el amor es bueno para la salud.
- La pornografía es ginecológica.
- A los chicos no hay que pegarles, pero un buen zapatillazo los pone en vereda.
- Tenés el tesón de tu padre, pero no sé a quién saliste tan loca…
Sitios amigos
chikung córdoba
Encontré de casualidad este espacio, si es la misma Cristina wargon que hacía ” chocolate por la noticia” en radio nacional Córdoba, un gusto enorme volverte a encontrar, leí con avidez tus notas, brillante como siempre, no te desaparezcan mujer!! Bienvenida
La mismisima!!!!! y la que te fuiste sos vos, yo siempre estoy donde estoy… Un alegron!
Sos una maga!
No se en que sentido lo decis, pero sono muy lindo.