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Si no Fueras tan Aburrido…
Por qué Engañan las Mujeres Cristina Wargon
Dedico estas líneas a los varones, en un flagrante acto de traición al gremio femenino. Bien sé que hay cosas que jamás deben decirse a los hombres, por aquella vieja sabiduría tanguera: “no es cuestión de avivar giles que después se vuelven contra”. Sin embargo, y aun sintiéndome más vil que una espía japonesa de las películas de Hollywood, van estos someros datos para los muchachos.
Lo primero que se necesita para ser infiel es un marido. Ponerle los cuernos al amante es una suerte de tautología amorosa, pues un amante es transitorio, vocacional y gratificante; mientras los maridos son permanentes, obligatorios y aburridísimos.
El momento exacto en que un marido todavía indemne pasa a la universal categoría de cornudo es difícil de precisar. Las características individuales alteran las estadísticas promedio, pues sé de ansiosas que han tirado la chancleta con el conserje durante la luna de miel, y de otras que han aguantado quince años. Como se verá, unas y otras pecan por exageradas. La verdad hay que buscarla en el justo medio y ese justo medio suele nombrarse como “la comezón del séptimo año”. Sin embargo, en tan espinosa cuestión resulta mejor olvidarse de la regla de tres compuesta y atenerse a los hechos: cada hombre se construye, él solito, la preciosa cornamenta que tarde o temprano luce en mitad de la frente.
Cómo ganarse las guampas
Usted, que durante los primeros tiempos del matrimonio lucía siempre primoroso, aproveche los sábados y domingos para no afeitarse. Olvídese de la colonia y tenga mal aliento. Sobre todo, mal aliento. En el mismo rubro, córtese las uñas de los pies dejando los restos dentro de la sopa. No vaya al baño por una necesidad menor: hágase el disimulado o festeje abiertamente la magnitud de sus inmundicias.
Olvide sistemáticamente los aniversarios y los cumpleaños o las citas que ella programe. Ingénieselas para detestar a sus amigos y, en presencia de ellos, haga pública su disconformidad, cosa de que ella quede como una salame. Procure hacer bromas sobre su ineptitud, donde quede muy claro que usted es un piola y ella un zapallo. Remate esta campaña con un incentivo infalible para los cuernos: desprestigie las habilidades amatorias de su pareja y exalte hasta la locura su propia virilidad.
Para completar el panorama, aplauda cuanto trasero se le cruce y derrame saliva por un colmillo ante cualquier siliconada de este mundo. Trabaje dieciocho horas diarias y el sábado váyase a la cancha. Y sobre todo, proteste: por las camisas, los chicos, su suegra, las medias, el peine, la máquina de afeitar, el perro, el loro, el tiempo y Maradona. Deje claamente sentado que pese a la variedad de sus protestas la culpable final de tantas calamidades es ella, solamente ella y premeditadamente ella.
Hecho todo lo anterior quédese tranquilo y siéntese a esperar en santas paces; usted ya es acreedor a un precioso par de cuernos. Y créame: llegar, llegan siempre.
No es cuerno todo lo que reluce
Es probable que algún varón, al leer tal recuento, haya suspirado con alivio, pensando: “ja, yo no hago nada de eso”. ¡Sofrenad vuestras esperanzas! ¡Marchitad vuestra ilusión! Hay tantas clases de cuernos como cornudos hay en el mundo. Y como en este valle de engaños todos los hombres lo son (menos mi viejo y mi esposo), aún nos falta analizar las variantes más sutiles. Puede usted, por ejemplo, ser un señor formal, higiénico, considerado y tierno. Puede ser un amante latino o un asténico erótico, lampiño o barbudo, peludo o pelado.
En fin, puede ser usted cualquier cosa; pero si es marido, dese por muerto: es usted un condenado. No se esfuerce ni se aflija, sólo atienda: supongamos por un instante lo mejor, que es usted un marido tirando a perfecto. ¡Dios lo salve! ¿Sabe la clase de aburrimiento existencial que dan las buenas maneras? ¿Adivina el bostezo infinito que puede producir un hombre “siempre” considerado?
Por qué Engañan las Mujeres Cristina Wargon
Quizás esté pensando, entonces, que la otra alternativa, el “bestia look”, es mejor. Tal vez crea usted que es cierto el poema de Sylvia Plath “Cada mujer adora a un fascista/ la bota en el rostro, el bruto, bruto corazón de un bruto como tú”. Lejos de mi intención iniciar polémica con una poetisa, pero aunque fuera cierto que las mujeres adoramos a un fascista, ni el poema ni la vida aseguran que sea “para siempre”. Digamos que no hay garantías de que no se cruce otro fascista con botas más lustrosas o un “hippie” pacifista o cualquier cosa. Porque en algún momento de esa plúmbea institución que es el matrimonio, ¡las damas se aburren! Y hemos llegado aquí al carozo de la cuestión: el profundo, insoportable tedio que produce un hombre con el correr de los años.
No es culpa vuestra, cariñosos maridos de este mundo, que la vida que les toca vivir y que nos cuentan cuando vuelven a casa sea tan apasionante como leer la guía. Tampoco es un crimen tener las mismas manías, el mismo modo de hacer el amor o, lo que es más terrible, hacer los mismos chistes, década tras década.
Pero de este modo llega el día (que sólo la Bullrich ubica en el mañana) en que una mujer dice: ¡basta! Por supuesto, no es un basta con bombos y platillos, no es un basta de divorcio (ningún juez, por lo demás, conservaría una buena causal que un marido se hurgue los dientes en la mesa o nos aburra hasta el calambre). No se trata, entonces, de divorciarse, sino de divertirse: encontrar alguien que nos baje las bombachitas y nos levante el ánimo. Cuernos, bah.
Indicios infalibles
Puedo jurar que cualquier hombre medianamente tarado está en condiciones de percibir, en el acto, cuándo su esposa anda en fullerías. Pero como el matrimonio arruina el cerebelo al más vivaracho, procederé a una breve y traidora exposición de los síntomas, recursos y estratagemas de la mujer infiel.
Lo primero que se le percibe es un cierto resplandor en la mirada. Es decir, lo perciben los vecinos, porque es de rigor que el marido hace años que ni la mira. Pero más allá de este dato altamente subjetivo, hay indicios concretos. Podrá observarse que de la noche a la mañana brotan en la cabeza de ella rulos, platinados o “brushing”. Generalmente, el cambio de peinado trae aparejado un cambio de maquillaje; y el cambio de maquillaje, un cambio de pilchas. A esta altura, el vecindario sabe que la dama en cuestión está intentando parecer más joven y más linda y todos se cruzan malévolas apuestas sobre quién será “él”. Todos menos el propio marido, quien –reitero– sólo le prestaría atención si ella se sentara en la mitad del living, se rociara con querosene y se prendiera fuego.
En el “frente interno” del matrimonio, también comienzan a suceder cosas altamente significativas. La señora que se depilaba cada muerte de obispo y tenía los pelos de las piernas cual un mamut ahora se afeita, se en crema, se enjuaga, se mima; se prepara, en fin, para una fiesta donde su esposo no será, por cierto, el invitado de honor.
Por qué Engañan las Mujeres Cristina Wargon (II)
Dentro del mismo rubro es de apreciar los milagros que ocurren con la ropa interior. Se renuevan bombachas y “soutiens”, se cambian los gruesos y abrigados cancán por medias finitas y hasta con ligas; pero sospechosamente… el viejo y a-afrodisíaco camisón de cada noche es siempre el mismo.
Reconozcamos que con la mitad de estos datos el inspector Clouzot sabría ya el nombre del culpable, el número de su cédula de identidad y el año de su primera comunión; pero a un marido no le basta. Siendo por naturaleza poco curiosos y embotados sus sentidos por el uso, este show les pasa inadvertido y ni siquiera se avivan cuando la situación se agrava. Verbigracia: una mujer que se ha lanzado por los anchos rumbos de la infidelidad es una gran inventora de argucias para dejar la jaula (la casa, perdón).
Así es como esa señora aficionada a la telenovela muestra, de pronto, un apasionado interés por el control mental, cursos de cocina en Villa Luro, inglés, francés, latín, arameo antiguo, chiíta indoeuropeo, la cría de chinchillas, un tratamiento de ortodoncia, visitas al ginecólogo, antiguas amigas del colegio a quienes debe visitar en su lecho de muerte, karate-do o gimnasia jazz. Sin ir más lejos, tengo una amiga que jura que se va a misa y, por supuesto, vuelve en estado de gracia. Para finalizar, pareciera ser que el único denominador común es que cualquier actividad que se invente debe reunir tres condiciones: desarrollarse en un lugar impreciso, a una hora vaga y donde no haya teléfono.
¿Se enteraron? De nada. ¡Y pensar que se los digo gratis!…