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Un Paralitico en el Machu Pichu
Cristina Wargon Viaja a Perú
Mi viaje al Cosco había comenzado. A 3.300 metros sobre el nivel del mar, la idea general era recorrer los quichicientos templos convertidos en iglesias, el Valle Sagrado, Ollantaytambo, el mercado indio, y culminar luego de tres días en el mítico Machu Picchu. Ese recorrido se hace en buses que se toman caóticamente. Cada uno de ellos tiene un guía que jamás se repite, como difícilmente se repitan los pasajeros de un paseo a otro. Sin embargo en cuanto subí al primero y ví al paralítico supe que estaba perdida…
Según una penosa y complicada historia personal que prefiero reservar en silencio, existe entre ellos y yo una atracción que suele terminar inexorablemente conmigo al comando de la silla de ruedas, sea el paralítico propio o ajeno (pero, joder, me ocurre). Espero que no se entienda entonces como una falta de sensibilidad la férrea decisión de que en este viaje, por esta única vez yo no me haría cargo del paralítico. Después de todo y con seguridad alguien lo había llevado.
¿Quién carajo lo llevó?
Aunque firme en mi decisión de no hacerme responsable, no podía dejar de notar con gran angustia que el buen hombre no parecía estar a cargo de nadie y mucho menos daba ninguna señal de bastarse a si mismo. En algunas excursiones se quedaba adentro del bus, solo, y en otras lo bajaba… “alguien” que parecía ser el más azaroso y desprevenido de los pasajeros. Por lo pronto algo estaba quedando en claro: detrás de él no había nadie que lo cuidara o por lo menos lo resguardara del frío. Al segundo día, coincidiendo ya en la cuarta excursión, noté con espanto que, si bien en la explanada del Dios del Trueno había sido bajado… ¡Nadie se había acordado de volverlo a subir…!
Caía el sol y se desataba la cruda helada de la montaña, cuando un muchacho del bus con acento claramente gallego grito: ¡Coños! ¿dónde se a metió el Pedro?, y al calor de su preocupación todos (menos la que suscribe) se lanzaron a buscarlo para rescatarlo entre las ruinas y traerlo más negro por el frío que el más negro espejo de Obsidiana. La subida fue caótica, pues si bien el paralítico por su condición de tal no pataleaba, sus puteadas en el más puro gallego resonaban por todo el valle sagrado. Me sujeté a mi asiento para no correr a ponerle el saquito y me quedé dormida.
Conjeturas apunadas
Ya sabía que Pedro era su nombre, pero aún no terminaba de entender qué hacía, a quién pertenecía, de qué se trataba un paralítico en un lugar tan poco apropiado como esas ruinas a más de tres mil metros de altura. Pensé por un instante, con absoluta modestia, que a la manera de Job me lo había enviado Dios para probar mi templanza. Pero me pareció un exceso narcisista. Por la cantidad de españoles que lo rodeaban me inclinaba a creer que se trataba de alguna promesa regional de la madre patria, agradeciendo lluvias o pidiendo por algún resultado de fútbol.
En mis delirios hasta sospeche que había comprado un paquete turístico con rebaja que incluía la atención comunitaria y rotativa de Pedro. Pero me resistía a preguntar, sabiendo que el menor atisbo de interés terminaría en su inmediata adopción. De cualquier forma estaba segura que al Machu Picchu no iría. La idea era el colmo de lo desorbitado.
El colmo. Cristina Wargon Viaja a Perú
Cuando esa mañana subí al bus y Pedro, desde el primer asiento, me saludó con la más cautivante de sus sonrisas, supe que todo estaba perdido… ¡Iría al Machu Pichu! .Quizá quepa aclarar que el Machu Picchu es la ciudad perdida de los Incas, nadie sabe por qué ni cuándo fue construida, pero fue tan bien ocultada en las abismales alturas que escapó a las furias depredadoras de los españoles y recién se la reencontró, desierta y casi intacta, en 1911. Para llegar hasta la montaña hay que afrontar un viaje en bus hasta el tren (sólo se llega por el), un viaje por las faldas de la montaña entre la ceja amazónica y, una vez en la montaña, donde se alza la ciudadela, subir 13 kilómetros en Zig zag para, desde allí, comenzar a trepar hasta la cima.
El viaje lo hace una turbamulta de turistas de todas las nacionalidades y vi desmayarse a dos por la impresión de la altura… ¿Qué haría Pedro en tan difícil circunstancia? Pues Pedro fue pasado alegremente del bus al tren, del tren al bus, y al llegar la hora de la verdad, cuando a cada uno respirar le resultaba una hazaña, lo subieron de dos en dos hasta la casa del vigía y luego de asegurarle sombra lo dejaron hasta más ver.
Cuando digo “de dos en dos” me refiero a que acarrearon esa silla fornidos holandeses, desconcertados japoneses, azorados hindúes y voluntariosos argentinos. Pedro, con su malhumor acostumbrado, puteaba sin cesar y se quejaba de vértigo. Absolutamente rendida al surrealismo del espectáculo, me dediqué a tomar fotos, no al imponente paisaje sino a la increíble situación. Recién al volver pude reconstruir la historia. Pedro era un amigo más de una barra de cuatro muchachos españoles que estaban paseando por Latinoamérica, ¡tan majos y tan bizarros! ¡Y sobre todo tan buenos amigos!. Si sólo no lo hubiesen olvidado por todos lados, hasta diría que eran perfectos.
Cristina Wargon Viaja a Perú
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