Los Chicos y la Ropa

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Los chicos y la ropa

Taller de Humor por Zoom Cristina Wargon 2022

Taller de Humor por Zoom Cristina Wargon 2022

  “Parirás a tus hijos con dolor”, dice la Biblia. Pero no da mayores detalles de cómo hay que vestirlos. Es una verdadera pena: en ausencia de todo dogma los niños inventan el suyo en perjuicio nuestro. Alguien podrá explicarme por qué, si esta madre llegó a usar los camisones de la difunta tía Dora ¿sus hijos nunca se resignaron a usar la ropa de los primos?

Al principio siempre fue la dicha: los bebés, gracias a Dios, no hablan.

Cuando nació la Negra, como la familia entera esperaba un varón, y además machazo, nadie osó perturbar la futura virilidad del primogénito con algo tan femenino como una batita rosa. Por esos azares de la genética llegó la primogénita y su primera posesión en este mundo fue un maravilloso ajuar de un celeste indeclinable. Por suerte, repito, los bebés no hablan, pero además deben nacer daltónicos como los gatitos, si no, la Negra, con lo encocorada que salió, hubiera chillado de indignación. Por suerte también, los ajuares no exceden el año, así que junto con sus primeros pasos inauguró su vestido de señorita y por un tiempo todo volvió a la normalidad.

Cuando al año y medio se aprestaba a nacer el segundo, por cábala recolecté un ajuar rosa. Uso recolecté con absoluta premeditación. Parecería que familia, amigos y conciudadanos ponen su mejor y único empeño en el primer niñito. El segundo no concita grandes entusiasmos; es una suerte de yapa de la naturaleza, así que los regalos hay que sacárselos por la persuasión o por la fuerza.

Taller de Humor por Zoom Cristina Wargon 2022

No me privé de ninguno de los dos y como quería un varón, me hice de un ajuar cabalísticamente rosadito. Así, cuando nació el Gordo, fue enfundado entre sabanitas repletas de flores rococó y muñequitas exquisitamente femeninas. Él tampoco les prestó atención y no creo que su manía de vomitar la leche tres metros a la redonda fuera un signo de reproche (el tiempo dejó en claro su naturaleza pantagruélica).

Darse cuenta

Así íbamos por el mundo felices y ordenados. A su debido tiempo el pequeño fue heredando de su hermana la ropa celeste que naturalmente se entreveraba con la rosa. Pero un día… ¡crecieron!, y allí comenzó un combate que jamás encontró tregua.

Debo reconocer en favor de mis críos que fui una adelantada del reciclaje; esto traducido al plano doméstico puede entenderse más o menos así: cualquier cosa que todavía sirva “debe” ser usada, por las buenas o por las malas. Mi único límite es no recoger la basura de los vecinos, aunque sí aceptar la basura que éstos pudiesen regalarnos. Además la ropa me importa un corno. Estos dos criterios utilitarios poco tienen que ver con la estética y absolutamente nada con la opinión de mis criaturitas.

El primer entrevero se desató cuando a los tres añitos el Gordo debió marchar a la guardería. Su hermana había hecho la punta dos años antes, y de esa época me había quedado un delantal de cuadrillé rosado, una bolsita para la merienda con el nombre bordado y un par de cancanes azules maravillosamente abrigaditos. Todo este equipo, según mi utilitaria visión del tema, debían servirle al Gordo para iniciar con donosura su vida escolar.

Taller de Humor por Zoom Cristina Wargon 2022

Él opinó rotundamente lo contrario. Me dispuse a negociar la bolsita con el nombre bordado, pues aunque todavía servía (mágica palabra para desatar la fiebre del reciclaje), mis precarios conocimientos de psicología me hacían temer confusiones de identidad. Me daba mala espina que a un varoncito le dijeran Pepa, por ejemplo…

Pero un delantal rosa es exactamente igual a uno celeste… ¿o no?

—¡No! —se obstinó el Gordo, y como vi peligrar toda su educación aflojé—.

¡Tanto soñar con un hijo doctor y allí estaba al borde de tener un hijo analfabeto por culpa de un mísero delantalito rosa!

En los cancanes me mostré inamovible; mi argumento final fue: ¡Nadie puede adivinar que abajo de tu jean, tenés cancanes en lugar de soquetes! Y allí partió el Gordo, enanito y a las puteadas a inaugurar su vida escolar.

Volvió con un ojo negro y la primera nota que recibí de una maestra: Sra. Mamá: El niño no se adaptó bien, le rogamos pase con urgencia, etcétera.

Me indigné. ¡El niño con un ojo en compota y me decían a “mí” que él no se adaptaba! Cuando el querube hizo su descargo, resultó que en el aula había quedado un tendal de siete criaturas con sus respectivos hematomas propinados por “mi” criatura. Para una maestra la conclusión es clara: si había aporreado a siete y recibido sólo uno, el inadaptado era “él”.

Confrontado el reo con los hechos, su defensa fue escueta: Fue por los cancanes, me dijeron puto y les pegué. De allí en más me resigné a que no usara la ropa de su hermana. Lo que por supuesto no frenó la escalada de violencia. Toda su escolaridad estuvo signada por ojos en compota. Pero al menos no era yo la culpable. Creo.

Heredarás a tus primos

Cuando yo era chica, mi padre alegraba mis días contándome cómo, en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, había comido ratas, y cosas de mis abuelos, muertos en el gueto de Varsovia, que vaya a saber qué comían. Imaginar con qué se vestían me hacía llorar. Forjada en esta mitología de miseria, todo confort me pareció siempre un lujo y el mínimo desperdicio un atentado a Jehová. Lamentablemente no pude transmitir tan trágica y austera concepción a mis niños. Me salieron latinos y derrochones y sólo se hacían cargo, como guerra “propia”, de las Invasiones Inglesas.

Para colmo confundían las fechas y los próceres: las concebían como “algo que ocurrió hace mucho tiempo, donde tirábamos aceite a los malos, que huían en un caballo marca Hertford”. Dejando de lado el detalle del caballo, a un pueblo que se defendía tirando aceite ni siquiera yo puedo imaginarlo comiendo ratas. Quizás entonces, por culpa de las Invasiones Inglesas, los chicos se resistían a ponerse la ropa que heredaban de los primos. Sin embargo como las hermanas vivíamos lejos (y las dos adheríamos al reciclaje), inventábamos mil triquiñuelas para que el proceso funcionara. Mi hermana mandaba encomiendas donde, mintiendo sin rubores, juraba: Los compré para los chicos… y seguía detalle de camisetas, pulóveres y todo aquello que le había quedado estrecho a su tribu.

Los míos examinaban la ropa, la olían y generalmente terminaban por descubrir una huella del uso. No sólo que su tía cosechó fama de embustera sino hasta viles calificativos como además, tiene un gusto de mierda. Como agravante, si alguna vez triunfábamos en la trampa, en cuanto los pequeños se juntaban, con esa natural bondad que adorna a las criaturas, el “heredante” comenzaba a gritar: ¡¡¡Esa campera que tenés puesta era mía, pero como me quedaba chica mamá la tiró!!! No sé qué consumista prejuicio impidió a mis criaturas aceptar esas pilchas. Ellos juraban que se sentían tachos de basura. Sigo opinando que es una forma sumamente parcial y tendenciosa de abordar el tema.

Adolescente paquete

Llegó la adolescencia, época donde todo se agrava: el acné, los portazos, las hormonas, los amores… y la paquetería.

Curiosamente el Gordo salió con fantasías de gran burgués. Es difícil, imagino, sentirse un gran burgués si se vive en el límite del Barrio Clínicas, y debe complicar las cosas el tener un abuelo que comía ratas y una mamá que lo recuerda cada vez que es oportuno (aunque si es inoportuno, mejor). Tampoco habíamos visto un gran burgués en nuestras vidas, pero la imaginería del barrio había elaborado un fantasioso prototipo: el concheto. Y su oprobioso opuesto: el quemo. El uniforme de gala, apto para matar de amor a primera vista en el boliche, constaba de: zapatillas, medias, remera, vaqueros y un pulóver para atarse al cuello.

Así suena fácil. Pero la pequeña bestia, inflamado de pasión concheta, no sólo quería zapatillas nuevas si no… ¡Las quería de marca! y ésas, siempre cuestan el doble al divino botón. Según su apocalíptico relato, en un boliche las chicas comenzaban por ignorarlo y terminaban por escupirlo. No me dejé impresionar. Furias terribles sacudían la casa al grito de: ¡Me voy!, ¡Te echo!, ¡Te mato!, ¡Me muero! o ¡No me tirés más con la zapatilla que un día me vas a acertar!

No fue a causa de una voluntad ejemplar, fue una cuestión de presupuesto, pero jamás cedí a las marcas. Mi hijo, aunque nunca se dio por vencido, organizó su vida social adolescente con la solidaridad de sus amigos. Cada sábado, antes del boliche, alguien le acercaba “la pilcha” matadora. Una década después aún me lo reprocha.

 



Te vas a reír como loco, vas a hacer reír a todos como locos, vas a aprender con la loca más divertida y más capa de todas. No te lo pierdas, ahora o nunca. Femme fatale, escritora, humorista, locutora, columnista, etc, etc, un lujo tenerla acá nomás, No tiene desperdicio, lo revirado del pelo le sigue para adentro, en los sesos, una genia total.

Mariano Cognigni.



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