Mi Madre, Mi suegra

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Todo sobre mi madre, todo sobre mi suegra

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MI MADRE, MI SUEGRA Y LA VOZ DE ESTA EXPERIENCIA

Por Gabriela Castillo

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Mi Madre, Mi suegra Humor a la Wargon

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Puedo ver esa mora desde la ventana de mi dormitorio. O, quizá, debería decir: puedo ver por esa mora.

Esa mora me ayudó a explicarle a Amparo que su abuelo moriría. Que como a las hojas de la mora, la vida lo iría abandonando hasta que se desprendiese. Que la vida volvería en hojas nuevas y que, las que irían cayendo, protegerían las raíces del árbol en tiempos duros.

Hoy la mora tiene unas pocas hojas amarillas. Seguramente serán las próximas en caer. Pero hasta entonces, las que permanezcan verdes la protegerán, le evitarán el viento y los primeros fríos.

Nosotros fuimos a buscar a nuestras hojas amarillas al principio de la cuarentena y las trajimos a casa. Para protegerlas, para protegernos.

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Señor Juez, no se culpe a nadie por mi cuarentena

Construí esta casa cuando era muy soltera. No había vecinos en 200 metros a la redonda. Las calles eran de tierra y un tractor sacaba los autos empantanados después de cada lluvia. Usaba el asiento de atrás del auto como guardarropa: botas de goma, abrigo, algún calzón por si no volvía y los zapatos de tango. La mitad de mi existencia transcurría entre zorros, cuises y corzuelas; la otra mitad, de milonga en milonga. Para esa vida, que imaginaba eterna, alcanzaba con tener un ambiente con cocina, abajo, y otro con baño, arriba. Nunca imaginé que con el correr de los años la escalera se iría volviendo cada vez más empinada.

A veces pienso cómo fue que pasé de esa soltería a ser abuela en poco más de 10 años. Podría sintetizarse así: me enamoré de un hombre, me casé con sus dos hijos. Es de imaginar, un hombre dispuesto a casarse con una mujer como yo, algo raro tenía. Una ex esposa viva y otra muerta, y dos niños en edad de primaria, eran la parte más importante de su dote. Y si acepté ser la tercera fue para que esos niños sean mis hijos hasta que la muerte nos separe.

La casa se fue poblando y agrandando, siempre más lo primero que lo segundo. Adoptamos perros, gatos y un caballo que insistía en querer entrar al comedor. Llegó Amparo. Los chicos se hicieron grandes, pero antes uno de ellos nos hizo abuelos. Hubo reuniones familiares o juntadas con amigos cada fin de semana durante casi 20 años. Siempre hubo una cama para un recién separado, un amigo de un amigo que venía de lejos, o un músico que pasaba en gira.

En esta casa leudaron nuestros sueños. Pensamos programas de radio, festivales de tango, una radio comunitaria, un sitio de noticias sobre el pueblo. Aquí dimos pelea a nuestros terrores sobre el destino de nuestros hijos y, a veces, también sobre el nuestro.

Nosotros hicimos esta casa y una hija que se llama Amparo. Y eso era lo que teníamos para ofrecerles a las abuelas cuando se largó la cuarentena.

 

Todo sobre las madres

Mi mamá y mi suegra comparten ahora la habitación de Amparo. A simple vista, podría ser lo único que comparten.

Mi suegra jamás contó que se casó embarazada o que su marido le metió los cuernos, pero no es que no le haya ocurrido. Mi madre publicó cinco libros contando esas y otras cosas que involucraban al resto de su familia.

Mi suegra tiene muchísimas amigas y algunos pocos libros. Mi madre, todo lo contrario.

Creo que la alianza entre ellas comenzó el día que nació Amparo. Seguramente las dos estaban conmovidas, muertas de amor y de miedo por esa bebé que con un poquito más de un kilo no podía respirar sin la ayuda de un aparato. Pero no fue eso lo que las unió, sino el guardia de seguridad que vino a decirles que el horario de visita había terminado. Fue entre un “carajo” y una amenaza de carterazo al pobre hombre que se miraron y pensaron “esta es de las mías”. Lo cuentan siempre como si hubiesen presentido en ese descubrimiento el alivio a un destino que las esperaba.

Vino después la viudez, que cada una vivió a su modo. Yo estaba ahí cuando murió su marido y escuché a mi madre rogar “Un ratito más. Quedate un ratito más”. Mi suegra, si no fuese por sus hijos, celebraría cada aniversario de la muerte de su esposo como si  fuese el Día de la Liberación.

Con la viudez vino el reaprenderlo todo, reinventar la cotidianeidad, sufrir y finalmente disfrutar la soledad. Allí se instalaron -en distintos tiempos, pero definitivamente- para recibirnos de vez en cuando y pasar con nosotros los veranos.

Para la primera Navidad hacía dos meses que había muerto mi viejo y el champán era más amargo que nunca. Sabíamos que ningún regalito nos consolaría y que el choque de las copas nos aturdiría de recuerdos. Sólo quedaba pasarla. Pero justo antes de la cena María y Elvira entraron al comedor; traían sobre la cabeza sendos tocados hechos de moños y bolas de arbolito. Y empezamos a reír.

Mi mamá había escrito el texto que mi suegra nunca pudo memorizar pero que sorteo con una, hasta entonces, desconocida vocación. Amparo había sido responsable de la utilería y los efectos especiales. María y Elvira tenían en sus corpiños todo lo que necesitaban tener a mano: los dientes, las llaves, los anteojos y a medida que revolvían en sus intimidades intercambiaban confesiones. Al final de la escena María y Elvira se iban abrazadas, sostenidas la una por la otra. Sosteniendo nuestro mundo.

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María y Elvira en el país de la cuarentena

Mi madre y mi suegra, todos los días un ratito, vuelven a jugar a que son María y Elvira. Generalmente lo hacen mientras lavan los platos. Es parte de la extraña rutina que se va instalando en los días de aislamiento.

Las dos salieron de sus casas imaginando que ya volvían, casi con lo puesto. Entre la escasez de vestuario y cierto relajamiento en las costumbres, la casa parece un pijama party abierto las 24 horas.

Mi madre y mi suegra abusan de mi marido, que es el que se queda abajo cuando yo huyo por la empinada escalera hacia lo que ahora es el estudio y me escondo bajo los auriculares.

Por lo general, sus preocupaciones rondan lo financiero: pagame la tarjeta, sacame plata del banco, cambiame la clave, transferile para la comida del gato, conseguime un turno en el banco, fijate si me depositaron, necesito el resumen de cuentas, cómo hago para pagarle a la peluquera. Un día mi marido también huirá por las escaleras, pero rumbo al cielo.

Mi madre y mi suegra están seguras de que los objetos inanimados tienen una relación personal con ellas, siempre teñida de cierta inquina. Mi suegra está segura de que el teléfono “le” manda cualquier cosa que aparezca en Facebook, que “le” borra los mensajes, y que “le” pasa a Whatsapp lo que ella está segura que llegó por Messenger. Lo de mi madre es más la computadora: Word “se” esconde, su Whatsapp no “le” muestra lo mismo que en el teléfono y Gmail se empeña en abrirle mi correo, nada más que para joderle la vida.

Mi madre y mi suegra hablan por teléfono buena parte del tiempo. Mi suegra habla con mil amigas por dia. Mi madre habla mil veces con su novio.

Mi madre se pelea y se reconcilia con su novio. Se pelea, se reconcilia, se pelea, se reconcilia, se pelea, se reconcilia. Sucede a tal velocidad que sospecho que a veces se reconcilia sin haber alcanzado a pelearse. De todas formas no hay constancia de que él llegue a enterarse.

No conozco personalmente al novio de mi madre, pero al calor de la cuarentena ya somos como hermanos. Sobre todo porque él acaba de cumplir 56, justo antes de que yo cumpla 55. Todo un gesto de su parte.

Mi madre y yo debatimos sobre el futuro del feminismo, mientras mi marido prepara el almuerzo y de vez en cuando interrumpe preguntando qué queremos para la cena. Mi suegra nunca adhirió al feminismo, siempre estuvo muy ocupada trabajando doble turno en un banco, mientras en su casa su marido preparaba la comida. Pobrecito el patriarcado, en casa lleva dos generaciones caído y pisoteado.

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Mi mamá y mi suegra manejan un complicado sistema de metadatos para cualquier significante. Por ejemplo: “el actor que hace la película en la que se encuentran en el Empire State, con la que hace todas las de amor, que finge el orgasmo con el que conduce los Oscar”, significa Tom Hanks. Hay que reconocer que cualquier conversación resulta muy enriquecida, aunque a veces, un poco larga.

Mi madre y mi suegra mantienen diálogos incomprensibles, aún para ellas mismas. Pero no parece que eso afecte la comunicación entre las dos:

  • Esta noche desde el Cervantes transmiten un especial de Gambas al Ajillo.
  • No, es el sábado, desde el Colón, pero no me preguntes qué.

Mi mamá pasea el perro por el patio y saca la maleza de la yerba buena. Mi suegra mira novelas turcas. Mientras tanto la radio y la televisión gritan todo el tiempo que ellas serán las próximas.

La muerte, que siempre estuvo ahí, avanzó cuatro casilleros desde que comenzó la pandemia. Batallan contra la muerte como lo han hecho con todo en la vida. Tienen estrategias que ellas mismas desconocen. Yo las miro, tratando de aprender algunas: mucha lucidez y una cuota oportuna de alienación. También eso protegerá nuestras raíces.

A veces pienso que la mora es nuestro árbol genealógico. Que las hojas que vendrán no sabrán de estos días pero se nutrirán de esta experiencia. Y que si alguien remonta la mora hasta la Eva mitocondrial, siguiendo sólo el camino de las madres, seguramente encontrará la risa.

 

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