Era Woodstock o Mendiolaza

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Si los Hombres de Blanco llegan, mejor huye

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ERA WOODSTOCK O MENDIOLAZA

Por Ricardo Zárate

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Era Woodstock o Mendiolaza Humor a la Wargon

Era Woodstock o Mendiolaza

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Cuando era niño tuve un tulipán. Rojo. Fue mi primera experiencia con la tierra. Asociaba lo verde con el chimichurri, la doma, los gauchos, la pachamama. El tulipán era mi lámpara de Aladino.

Después de un par de semanas lo empecé a notar raro.

Acudí al vivero. El señor de las plantas lo miró, me miró y sentenció: -Es normal. Los tulipanes dan flor unos quince días por año.

No alcancé a odiarlo ni tuve tiempo de sentirme indignado o estafado. Sólo sabía que mi flor estaba muriendo.

Ese día rompí con la agricultura, el mate, los aperos y la baguala. Nunca fui a la fiesta nacional de nada, ni asistí a una doma y hasta abjuré del asado. Cuando pasaban los gauchos en un desfile les retiraba el saludo. Eso fue en Mar del Plata. Principio de los ´70.

Cincuenta años más tarde ella me miró fijo y me intimó: Vamos a las fiestas patronales, pasean mil doscientos caballos; dijo.

Tuve miedo de preguntar si los caballos pasearían montados y quedar como un idiota. ¿Pasean montados los caballos?, le pregunté. Me dedicó una mirada larga, extraña. Pero no me contestó.

Un par de horas y varias miradas extrañas después, puse proa con el Fiat a “no sé justo dónde”. Un poco avergonzado todavía, le informé que “no sé justo dónde” no me lo aceptaba el GPS. -¡Allá! ¡Por allá van los caballos!, decretó en ese momento mientras señalaba hacia adelante. Apreté el pedal y divisé un señor vestido de gaucho y un caballo de un marroncito como el del Fiat 1500. A simple vista faltaban mil ciento noventa y nueve caballos. Supuse que el mismo número de jinetes no cumplía con la terea de pasearlos. -¡Vos seguí al caballo!, no tardó ella en contestarme, refutando mi teoría sobre la escasez de señores vestidos de gauchos y de caballos. Seguimos al caballo, luego la ruta, luego otra calle, una rotonda, un retorno al punto de origen y en menos de una hora y media recorrimos los trescientos metros que separaban nuestra casa del ingreso al lugar de los caballos.

Unos muchachos acomodaban autos a más de cinco cuadras del espacio en que se desarrollaba el evento. Había un señor que cobraba. Farfullé alguna incoherencia sobre rodillas, psitacosis e hipotermia y logré que nos cediera el paso; además de darme un papelito con el importe. No me importó. Estaba en el ojo de Woodstock. Cerca había unos señores en unas carpas dispuestas en círculo que ponían música. O eso afirmaban.

No me era posible transitar la marea humana con el auto, aunque fuera uno pequeño. Igual avancé, despacito y firme. Recuerdo con claridad que los niños eran notoriamente más difíciles de no pisar que los adultos. En poco más de veinte minutos llegamos. Estacioné justito al lado de la carpa desde la que transmitía el sobrino de mi mujer. Como ignoraba por completo tal circunstancia, le imploré a Tina: No te muevas de acá. Lo encuentro y vuelvo a buscarte.

Había una enorme ronda de unos doscientos metros de diámetro y muchas posibles carpas de transmisión. Elegí una. A una cuadra, más o menos, vi un señor con cara de saber. No vestía de paisano. Me indicó que los de la radio estaban exactamente en dirección opuesta. De pronto, el círculo del medio se llenó de gauchas y gauchos. Se movían como si se hubieran puesto de acuerdo entre dos de ellos y lo demás los copiasen.

Me vi forzado a caminar entre la ronda y las parejas que me obstruían el paso. Por suerte el modo en que se acercaban o alejaban las parejas de la multitud que los cercaba era intermitente y rítmico. Con una destreza más que humana me fui acercando, paso a paso, a rescatar a mi mujer de un peligro inexistente. Después de todo estaba a cinco pasos de la carpa del sobrino. Si bien me movía ágil y galante, de costado muchas veces, a paso de liebre, paso de cangrejo, salto de rana y vuelta carnero, el traslado resultaba lento y laborioso. Pero la tierra prometida ya estaba a menos de dos autos de distancia.

En ese momento apareció La Señora. Era bajita, mostraba los dientes con insistencia y extendía sus manos hacia mí, mientras las movía. Hacía lo mismo con los brazos. Me asusté mucho. El ruido de las extrañas melodías me había dejado completamente sordo y La Señora movía la boca mientras avanzaba, como si hablara. La tragedia de verme enlazado a una Medusa Chalchalera parecía inevitable. Pensé en Odiseo, claro, y obré en consecuencia. Con movimientos claros y firmes improvisé un lenguaje corporal. La mano izquierda señalando el horizonte hacia el sur, la rodilla derecha embutida en el hombro del mismo lado y la mano restante fingiendo un conejito. De ese modo le expliqué que agradecía el convite, sea el que fuera, pero que me encontraba en medio de una delicada misión y no debía demorarme ya que no quedaba mucho tiempo de sol. Que mi mujer padecía un trauma de infancia por ese tema, que era muy susceptible a esas cosas. Eso tuve que indicarlo con la cabeza, ladeándola de un hombro al otro, mientras guiñaba con la vesícula. La señora puso cara de ducha de Psicosis. En ese momento apareció desde atrás Tina y le habló al oído. La Señora asintió vigorosamente y se escondió entre la gente. Tina en cambio negaba suavemente con la cabeza, mientras yo le señalaba la carpa correcta. Era la que tenía enormemente impreso el logo del canal. Volvió a negar, pero con gestos gramaticalmente correctos le dije que se equivocaba. De todos modos continuó negando. Con las manos decía “hay que ser pelotudo López, están bailando una cueca”. Yo, en tanto Zárate, no me sentí aludido. No conozco a ningún López y necesitaba concentración para liberar la rodilla.

Pasamos al lado de una figura de hombre junto a un niño o una oveja. Con la mano me explicó que era San José de Calasanz, el patrono del pueblo, que la fiesta era para él y que había tenido una larga trayectoria como educador, que en su honor se celebraban las fieras melenudas de las patronales. Eso al menos indicaba su torsión de meñique. A no ser que estuviera repitiendo “fiestas patronales”. Igual me pareció raro, casi todos daban más el tipo de empleados, pero no dije nada. Estaba frotando el calambre que me dejó el encuentro con La Señora y no quise sonar confuso. Por eso ni pregunté por el niño u oveja.

En ese momento, Tina hizo un movimiento con la mano para pedirme un choripán sin salsa ni mostaza pero picante, sabrocito mejor, bien cocido y cortado mariposa. No muy lejos estaban los puestos de comida. Me acerqué a uno y repetí el ademán correspondiente. El choripanero me dio media docena de pastelitos de batata y abanicó el aire frente a mi cara. No supe si no me hice entender o si se les había terminado el pan.

Volví a la carpa y extendí los pastelitos a mi mujer. Contenta y contagiada del espíritu de la fiesta, estrelló las confituras contra el piso y comenzó una danza estilo sioux o watussi sobre ellas. Que no era danza típica argentina, seguro. Me quedé con hambre. Creo que ella también.

Desde la carpa se veía el escenario. Subió gente con instrumentos. Parecían tocar música, pero no puedo dar fe, estaba decididamente más que absolutamente sordo. A un costado de la tarima elevada había  un reencuentro familiar, pensé, y estuve de acuerdo. Se abrazaban mucho.

Pregunté a la gente cercana dónde estaban los otros mil novecientos noventa y nueve caballos con sus respectivos jinetes. Me fatigó un poco enumerar tantos caballos. Eran gestos muy complicados.

En ese momento me tocaron el hombro. Eran dos médicos o enfermeros. La Señora Medusa afirmaba con la cabeza rotundamente mientras volvía a mover la boca y me señalaba con énfasis. Los médicos me vistieron, una prenda de tela bastante áspera y mangas muy largas, un saco sin botones ni cierre, blanco, más bien tosco. Traté de decirles que tenía mucho calor, pero mis ademanes indicaban “soy un caracol”. Comenzaron a llevarme a la rastra.

En una de esas no eran médicos o no entendían mi lenguaje corporal. Otro día les cuento.

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