Crónicas de Mendiolaza II

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Ni nalga ni cuadrada: Pesceto

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CRONICAS DE MENDIOLAZA II

Por Cristina Wargon

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Crónicas de Mendiolaza II Humor a la Wargon

Crónicas de Mendiolaza II

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Cada mañana mientras me visto como un esquimal y amontono capa sobre capa de ropa, incluyendo calzones, sabiendo que mi primera actividad es controlar cuánto comieron las zarigüeyas, si mis plantitas de tomate no se helaron y si el agua o la luz no están cortadas, lanzo una puteada al cielo y me pregunto qué carajo estoy haciendo acá perdida en los yuyales de este paraíso. Siempre inclinada a pensar fácil, me contesto: fue el COVID.

Pero la vida nunca es tan sencilla. Ahondo un poco y digo ¡la culpa es de mi hija! Pero además es mentirosa, dado que no solo me alojó en su casa, sino que creó un capullo de seda que me aisló totalmente del mundo. ¡La Mendiolaza que creó para mí, era un lugar de ensueño! Y por encima de todo están mis hijos y nietos. Para frutilla del postre: ¡Tenía un joven que me pretendía! Por todo eso dispuse de mi casa en Buenos Aires, alquilé un chalet cerca de la familia, y me instalé en el Edén.

 

LA VIDA ES BELLA MA NON TROPO

 

Después vino la vida y me asaltan las postales. ¿Si la vida era tan bella, que hacía yo en medio de un tajante diciembre tirada en un colchón en el piso abrazada a un peceto congelado y llorando a los gritos? Desarmemos. Era víspera de Navidad y la familia tenía el recuerdo de mi vitel toné, aquel que hacía en el precámbrico cuando vivíamos todos juntos. Pero como esto es Mendiolaza las cosas se organizan con tiempo, así que el peceto estaba frizado desde Pascua. Sobre todos transcurrió el verano y debería encontrar un verbo más ardiente, porque aquí el verano no transcurre: arrolla, calcina, derrite, incinera. Se dice, con una perversa satisfacción, que pagamos la luz más cara del país.

Sea como fuere un poco de aire acondicionado sólo lo pueden tener los ricos o los que tengan un riñón de más para vender y afrontar la factura de la electricidad(Lo libertario me caló hondo). Lo cierto era que yo tenía que esperar el peceto de mi hija en la esquina por donde iba a pasar mi yerno a entregármelo. Salí en camisón bajo los mil grados de calor. Algo demoró su llegada, yo me había hecho un charquito atormentada por el sol y algo desencuadrada por la escena, cuando apareció el auto entre la polvareda. Escuché el grito“¡atajá!” y el peceto cayó entre mis brazos como un huérfano ¡congelado!

Lo atajé y volví a mi casa caminando despacio, sintiendo que algo andaba muy mal en vida. Era víspera de Navidad y yo no era mina de andar caminando por una calle polvorienta, a cara lavada en camisón, con un peceto helado entre los brazos, pero lentamente comprendí los beneficios ¡me refrescaba!

Entré a la casa y me tiré sobre el colchón de la mudanza todavía en el piso, abrazando con fuerza el peceto y mirando por la ventana. Entre el resplandor del medio día veía el cielo cruzado de pájaros, de esos que a Yupanqui le hubiese inspirado la más preciosa zamba y a mí sólo me hacían extrañar el cielo de New York cruzado así, pero de aviones. Me puse a llorar.

Después de todo el vitel toné estaba buenísimo y son recuerdos de recién llegada. Todo va a cambiar, me dije llorando. Y así fue.

 

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