Comer un Bife

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UN TROZO DE CARNE

Por Jack London

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Comer un Bife Humor a la Wargon

Comer un Bife

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Con el último pedacito de pan, Tom King limpió el plato de todo resto de salsa y masticó el bocado resultante despacio, meditabundo. Cuando se levantó de la mesa, lo atormentaba la sensación de que estaba verdaderamente hambriento. Sin embargo, solo había comido él. Los dos niños que ocupaban el otro cuarto se habían ido temprano a la cama para que al dormir pudiesen olvidar que no habían cenado. Su esposa no había tocado nada y permaneció sentada en silencio, mirándolo a él con ojos solícitos. Era una mujer de la clase obrera, delgada y rendida, aunque en su rostro aún se percibían rastros de una belleza anterior. La harina con la que había hecho la salsa se la había prestado la vecina de enfrente. Los dos últimos peniques que quedaban los usó para comprar el pan.

Tom se sentó junto a la ventana, en una silla desvencijada que protestó bajo su peso y, con un gesto mecánico, se llevó la pipa a la boca y buscó en el bolsillo lateral de su chaqueta. La ausencia del tabaco lo hizo consciente de su gesto y guardó la pipa, tras fruncir el ceño por su mala memoria. Sus movimientos eran lentos, casi torpes, como si el enorme peso de sus músculos fuese una carga para él. Se trataba de un hombre fuerte, imperturbable y su aspecto no resultaba atractivo en exceso. Su ropa áspera estaba vieja y deformada. Los empeines de los zapatos parecían demasiado débiles para soportar un cambio de suelas que, además, tampoco era reciente. Y la camisa de algodón, una prenda barata, de dos chelines, tenía el cuello deshilachado y manchas de pintura indelebles.

Pero era el rostro lo que claramente anunciaba a qué se dedicaba Tom King. Se trataba del rostro típico de un boxeador profesional, de uno que llevaba muchos años en el ring y que, debido a ello, había adquirido y acentuado todas las marcas propias de la bestia que pelea. Era, sin lugar a dudas, un semblante adusto y, a fin de que ningún rasgo pasara inadvertido, estaba muy bien afeitado. Los labios no tenían forma y componían una boca dura en exceso que más parecía un corte en el rostro. La mandíbula era agresiva, cruel, maciza. Los ojos, de movimiento lento y párpados pesados, resultaban casi inexpresivos bajo las cejas introspectivas y desgreñadas. Todo él era un verdadero animal, pero los ojos componían el rasgo más animal de su persona. Aletargados, como los de un león: los ojos de un animal que lucha. La frente se inclinaba de repente hacia el pelo, tan corto que dejaba ver todos los golpes de una cabeza de aspecto infame. La nariz, rota dos veces y moldeada por un número incontable de golpes, y una oreja hinchada de forma permanente debido a los puñetazos y deformada hasta abultar el doble de lo normal completaban su atavío, mientras la barba, a pesar de estar recién afeitada, salía con fuerza y daba al rostro un matiz negro azulado.

En conjunto era la cara de un hombre que provoca miedo al tropezárselo en un callejón oscuro o lugar solitario. Sin embargo, Tom King no era un criminal y nunca había cometido delito alguno. Excepto en las peleas, algo común entre la gente de su condición, nunca había herido a nadie. Tampoco las provocaba. Era un profesional y reservaba toda su brutalidad para sus apariciones profesionales. Cuando no estaba en el cuadrilátero era lento, de trato fácil y, en su juventud, cuando no le faltaba el dinero, había sido demasiado generoso para su propio bien. No guardaba rencor y tenía pocos enemigos. Para él, boxear era un negocio. En el ring golpeaba para hacer daño, golpeaba para lisiar, golpeaba para destruir; pero sin animadversión. Se trataba de una simple tesitura comercial. Los espectadores se reunían y pagaban para ver el espectáculo de dos hombres pegándose hasta noquearse. El ganador se llevaba la mayor parte del premio. Cuando Tom King se enfrentó al Matón de Woolloomoolloo, veinte años atrás, sabía que la mandíbula del Matón llevaba solo cuatro meses curada después de que se la rompieran en un combate celebrado en Newcastle. Apostó por esa mandíbula y se la rompió de nuevo en el noveno asalto, no porque le desease mal alguno al Matón, sino porque era la forma más segura de acabar con él y llevarse el premio. Tampoco el Matón le guardó rencor por hacerlo. Eran las reglas del juego, ambos las conocían y las aplicaban.

Tom King nunca había sido un hombre conversador y permanecía sentado junto a la ventana, guardando un silencio malhumorado y mirándose las manos, grandes e hinchadas. En el dorso sobresalían las venas, y los nudillos, destrozados, maltratados y deformes, atestiguaban el uso que de ellos se hacía. Nunca había oído decir que la vida de un hombre dependía de la vida de sus arterias, pero de sobra sabía lo que significaban esas venas desmedidas y abultadas. Su corazón había bombeado demasiada sangre a través de ellas a la máxima presión. Ya no funcionaban bien. Habían perdido su elasticidad y esa distensión disminuía su capacidad de resistencia. Ahora se cansaba enseguida. Ya no podía hacer veinte asaltos rápidos a brazo partido, golpeando sin descanso de campana en campana, realizando un intenso intercambio de golpes tras otro, acabando contra las cuerdas para luego acorralar a su oponente contra las cuerdas y pegar con mayor fuerza y velocidad en el último asalto, el vigésimo, con el público en pie, gritando, y él arremetiendo, golpeando, esquivando, colmando al otro de golpes y recibiendo también, y durante todo ese tiempo el corazón bombeaba con precisión las oleadas de sangre a través de las venas adecuadas. Esas venas, hinchadas en el momento, recuperaban luego su estado anterior, aunque no del todo: cada vez, de forma imperceptible al principio, se quedaban un poquito más cedidas. Las miró, junto con sus maltratados nudillos y, durante un segundo, recuperó la visión de perfección juvenil de aquellas manos antes de que el primer nudillo se rompiera contra la cabeza de Benny Jones, también conocido como el Terror Galés.

La sensación de hambre se apoderó otra vez de él.

—¡Caray, lo que daría por un trozo de carne! —murmuró mientras apretaba sus enormes puños y contenía una palabrota.

—Fui a ver a Burke y a Sawley —dijo su esposa en tono de disculpa.

—¿Y nada? —quiso saber él.

—Burke dijo que ni medio penique —respondió ella con voz entrecortada.

—¡Demonios! ¿Qué te dijo?

—Que pensaba que Sandel iba a acabar contigo esta noche y que tu cuenta pendiente ya era lo bastante grande.

Tom King dejó escapar un gruñido, pero no respondió. Pensaba en el bull terrier que había tenido de joven, al que alimentaba con carne sin ponerle límites. Entonces Burke le hubiera dado crédito para que comprase mil filetes. Pero los tiempos habían cambiado. Tom King envejecía y los viejos, que luchaban en clubes de segunda, no podían pretender que los tenderos les fiasen.

Esa mañana se había levantado con ganas de comer carne y el deseo no remitía. No había entrenado bien para la pelea. Aquel era año de sequía en Australia, tiempos difíciles, y resultaba complicado encontrar hasta el más irregular de los trabajos. No tenía pareja de entrenamiento y su alimentación no era ni la mejor ni suficiente. Había trabajado como peón caminero por días, cuando lo contrataban, y por las mañanas, muy temprano, corría alrededor del Domain para mantener en forma las piernas. Pero era muy duro adiestrarse sin pareja, con esposa e hijos a los que alimentar. El crédito en las tiendas se había resentido cuando lo enfrentaron a Sandel. El secretario del Gayety Club le había adelantado tres libras, la parte del premio que le correspondía al perdedor; sin embargo, no quiso darle nada más. De vez en cuando conseguía que sus viejos amigos le prestasen unos pocos chelines. Esos amigos le habrían prestado más, pero era año de sequía y ellos también lo estaban pasando mal. No —y de nada servía ocultarlo—, su entrenamiento no era satisfactorio. Tenía que haberse alimentado mejor, sin preocupaciones. Además, a los cuarenta resulta más difícil recuperar la forma que a los veinte.

—¿Qué hora es, Lizzie? —preguntó.

Su esposa salió al pasillo para preguntar y regresó.

—Las ocho menos cuarto.

—El primer combate empezará dentro de unos minutos —dijo—. Solo será una prueba. Luego hay un combate corto a cuatro asaltos entre Dealer Wells y Gridley, y otro de diez entre Starlight y un marinero. A mí no me toca hasta dentro de más de una hora.

Tras diez minutos de silencio, se puso en pie.

—La verdad es, Lizzie, que no he entrenado bien.

Cogió el sombrero y se dirigió a la puerta. No hizo ademán de besarla, nunca lo hacía al salir, pero esa noche ella se atrevió a besarlo. Lo abrazó y le obligó a inclinarse hacia ella. Parecía muy pequeña comparada con el gigantesco corpachón del hombre.

—Buena suerte, Tom —le dijo—. Tienes que ganarle.

—Sí, tengo que ganarle —repitió el marido—. No hay más. Tengo que ganarle.

Se rió intentando mostrar entusiasmo mientras ella se apretaba más contra él. Por encima de los hombros de su mujer echó un vistazo a la habitación vacía. Era lo único que tenía en el mundo, con el pago del alquiler atrasado, y ella y los niños. Pero iba a abandonarla de noche para conseguir carne para su hembra y sus cachorros, no como va al tajo el obrero moderno, sino de la forma primitiva, antigua, animal, regia: peleando por ella.

—Tengo que acabar con él —insistió, aunque con un leve asomo de desesperación en la voz—. Si gano, serán treinta libras y podré pagar todo lo que debemos y aún nos quedará una buena cantidad. Si pierdo, no me darán nada, ni siquiera un penique para volver a casa en tranvía. El secretario ya me ha dado todo lo que le toca al perdedor. Adiós, mujer. Si gano volveré directo a casa.

—Te estaré esperando. —La voz de ella lo siguió por el pasillo.

El Gayety se encontraba a más de tres kilómetros y, mientras caminaba, recordó que en sus buenos tiempos —había sido campeón de los pesos pesados de Nueva Gales del Sur— habría ido en taxi al combate y que, muy seguramente, alguno de los que apostaban fuerte lo habría acompañado y pagado la carrera. Por ejemplo, Tommy Burns y aquel yanqui negro, Jack Johnson, se movían en vehículos a motor. ¡Y él iba andando! Además, como todo el mundo sabía, tres kilómetros de caminata no era lo mejor antes de un combate. Era un viejo y el mundo no soportaba a los viejos. Ya no valía para nada más que para trabajar de peón caminero, pero la nariz rota y la oreja hinchada lo perjudicaban incluso para eso. Acabó por desear haber aprendido un oficio. A la larga habría sido mejor. Pero nadie se lo había dicho y en lo más profundo de su alma sabía que, aunque se lo hubiesen dicho, no habría hecho caso. Había sido tan fácil. Un dineral, combates intensos y magníficos con períodos de descanso y ociosidad en medio, un séquito de entusiastas aduladores, palmaditas en la espalda, apretones de mano, ricachones encantados de invitarlo a una copa a cambio del privilegio de charlar cinco minutos con él y la gloria de todo aquello: los gritos del público, un final vertiginoso, el árbitro al gritar «¡King gana!» y su nombre en las páginas de deportes al día siguiente.

¡Qué tiempos aquellos! Pero ahora se daba cuenta, a su estilo meditabundo y lento, que lo que hacía era librarse de los viejos. Él era el ascenso de la Juventud y ellos, el hundimiento de la Vejez. Por supuesto que le había resultado fácil, ellos tenían las venas hinchadas y los nudillos maltratados, y estaban cansados de tanto combatir. Recordó aquella vez, cuando tumbó al viejo Stowsher Bill, en Rushcutter Bay, en el décimo octavo asalto, y cómo después, ya en el vestuario, el viejo Bill había llorado como un niño. Quizá también debía el alquiler. Es posible que en casa lo aguardasen su mujer y un par de críos. Y tal vez Bill, ese mismo día del combate, tuviese hambre y deseara un trozo de carne. Bill había luchado como un valiente y recibido un castigo impresionante. Ahora comprendía, después de haberlas pasado moradas él también, que esa noche, veinte años atrás, Stowsher Bill había luchado por algo mucho más importante que aquello por lo que luchaba el joven Tom King: la gloria y el dinero fácil. Con razón había llorado Stowsher Bill luego en el vestuario.

Bueno, para empezar, cada hombre soporta un número limitado de combates. Esa era la regla férrea del juego. Uno puede soportar cien combates de los duros y otro, solo veinte. Cada uno aguanta un número concreto que depende de su constitución y de la calidad de su carácter y, una vez los ha cubierto, está acabado. Sí, él había aguantado más combates que la mayoría y le había correspondido una parte mucho mayor de peleas duras y agotadoras, de esas que llevan al corazón y los pulmones al punto de casi estallar, que roban la elasticidad a las arterias y convierten la elegante agilidad de la Juventud en rígidos nudos de músculo, que deteriora la sangre fría y la resistencia y agota cerebro y huesos debido al exceso de esfuerzo y de aguante exigido. Sí, a él le había ido mejor que a todos ellos. Ya no quedaba en activo ninguno de sus viejos contrincantes. Él era el último de la vieja guardia. Había visto el final de todos ellos e incluso había ayudado a la desaparición de algunos.

Para ponerlo a prueba, lo enfrentaron a los viejos y los fue tumbando uno tras otro, riéndose cuando lloraban en el vestuario, como el viejo Stowsher Bill. Ahora el viejo era él y ponían a prueba a los jóvenes haciéndolos pelear contra él. Por ejemplo, ese tipo, Sandel. Venía de Nueva Zelanda con muy buenos resultados. Pero, como en Australia nadie lo conocía, lo enfrentaban al viejo Tom King. Si Sandel se lucía, le darían contrincantes mejores y podría ganar mayores bolsas, así que era de esperar que la lucha fuese encarnizada. Podía ganarlo todo: dinero, gloria y carrera; y Tom King no era más que el viejo listo para jubilarse que impedía el acceso a fama y fortuna. En cambio, él solo podía ganar treinta libras para pagar al casero y a los tenderos. Mientras Tom King rumiaba todas estas cosas, visualizó el ascenso de la Juventud magnífica, exultante e invencible, de músculos ágiles y piel sedosa, con un corazón y unos pulmones que nunca se cansaban ni desgarraban y que se reían ante la idea de limitar su esfuerzo. Sí, la Juventud era la bestia negra. Destruía a los viejos y no le importaba el hecho de que, al hacerlo, se destruía a sí misma. Dilataba sus arterias y destrozaba sus nudillos y, a su vez, acababa destruida por la Juventud. Porque la Juventud siempre era joven. Solo la Vejez envejecía.

En Castlereagh Street giró a la izquierda y tres manzanas después llegó al Gayety. Una multitud de jóvenes bulliciosos que aguardaba en la entrada le dejó pasar con respeto y oyó a uno que le decía a otro: «¡Es él! ¡Es Tom King!».

Dentro, camino al vestuario, se encontró con el secretario, un joven de rostro astuto y mirada penetrante, que le estrechó la mano.

—¿Cómo se encuentra, Tom? —preguntó.

—Fuerte como un roble —respondió King, aunque sabía que estaba mintiendo y que, si tuviese una libra, la daría en ese mismo instante por comerse un buen filete.

Al salir del vestuario, seguido de sus ayudantes, y recorrer el pasillo que lo llevaba al cuadrilátero, situado en el centro de la sala, la multitud estalló en aplausos y gritos de bienvenida. Saludó a izquierda y derecha, a pesar de que conocía a muy pocos de los presentes. La mayor parte de aquellos rostros pertenecían a chavales que no habían nacido cuando él ganaba sus primeros laureles en el ring. De un salto ligero subió a la plataforma elevada y se coló entre las cuerdas hasta su esquina, donde se sentó en un taburete plegable. Jack Ball, el árbitro, se acercó y le estrechó la mano. Ball era un púgil acabado que llevaba más de diez años sin subir al cuadrilátero como primera figura. King se alegraba de tenerlo como árbitro. Ambos eran viejos. Si por casualidad iba un poco más allá de las reglas con Sandel, podría contar con que Ball haría la vista gorda.

Varios jóvenes aspirantes de la categoría de los pesos pesados subían uno a uno al cuadrilátero mientras el árbitro los iba presentando ante el público. También anunciaba sus desafíos.

—Pronto el Joven —anunció Ball—, de North Sydney, reta al ganador a una apuesta paralela de cincuenta libras.

El público aplaudió y volvió a hacerlo cuando Sandel se coló entre las cuerdas y ocupó su esquina. Tom King miró con curiosidad al otro extremo del cuadrilátero, porque en pocos minutos se encontrarían enzarzados en un combate sin piedad, cada uno intentando con todas sus fuerzas tumbar al otro y dejarlo inconsciente. Pero poco pudo ver porque Sandel, al igual que él, llevaba pantalones y sudadera por encima del uniforme para el ring. El rostro resultaba fuertemente apuesto, coronado por una mata rizada de pelo rubio, mientras el cuello, ancho y musculoso, insinuaba la magnificencia del cuerpo.

Pronto el Joven se acercó a una esquina y luego a la otra, estrechó las manos de los púgiles y bajó del ring. Continuaron los desafíos. Mucha Juventud se coló entre las cuerdas —Juventud desconocida, aunque insaciable— para gritar a la humanidad que con habilidad y fuerza conseguiría ajustarle las cuentas al ganador. Unos años antes, en pleno apogeo de su invencibilidad, esos preliminares habrían divertido y al mismo tiempo aburrido a Tom King. Pero ahora permanecía fascinado, incapaz de apartar la mirada de esa imagen de la Juventud. Los jóvenes no paraban de subir al cuadrilátero, colarse entre las cuerdas y gritar su desafío; y siempre eran los viejos los que caían ante ellos. Ascendían al éxito pasando por encima de los cuerpos de los viejos. No paraban de llegar, más y más jóvenes —Juventud insaciable e irresistible—, y siempre machacaban a los viejos, aunque a la vez se convertían en viejos y recorrían el camino cuesta abajo del hundimiento, mientras a sus espaldas, siempre presionando, se encontraba la Juventud eterna —los recién nacidos que crecen vigorosos y tumban a sus viejos, perseguidos a su vez por otros recién nacidos hasta el final de los tiempos—, la Juventud que quiere salirse con la suya y que nunca morirá.

King miró hacia la tribuna de prensa y, con un gesto de la cabeza, saludó a Morgan, del Sportsman, y a Corbett, del Referee. Luego mantuvo las manos estiradas mientras Sid Sullivan y Charley Bates, sus ayudantes, le ponían los guantes y los ataban bien, observados de cerca por uno de los ayudantes de Sandel, que antes ya había examinado el vendaje de los nudillos de King con gesto crítico. Uno de sus propios ayudantes se encontraba en la esquina de Sandel, realizando un cometido similar. Sandel se vio libre de los pantalones largos y, mientras se ponía en pie, le quitaron la sudadera por la cabeza. Tom King, al mirar, vio la Juventud encarnada: el pecho ancho y de músculos fuertes que se movían bajo la piel blanca y sedosa como si estuviesen vivos. Todo su cuerpo rebosaba vida y Tom King supo que se trataba de una vida cuya frescura no había rezumado a través de los poros doloridos durante las largas peleas en las que la Juventud pagaba su precio y de las que salía siendo no tan joven como cuando había entrado.

Los dos hombres avanzaron para encontrarse en el centro y, mientras sonaba la campana y los ayudantes abandonaban el cuadrilátero llevándose los taburetes plegables, se estrecharon las manos y al instante adoptaron sus poses de pelea. También al instante, como un mecanismo de acero y muelles que salta a la mínima, Sandel atacó, retrocedió y volvió a atacar, conectó un zurdazo a los ojos, un derechazo a las costillas, esquivó el contraataque, se alejó practicando un ligero juego de pies y regresó con un juego de pies amenazante. Era rápido y hábil. El suyo era un espectáculo impresionante. El público demostraba su aprobación a gritos. Pero King no se dejó impresionar. Había luchado demasiados combates y contra demasiados jóvenes. Reconocía esa clase de golpes: eran rápidos y hábiles en exceso para resultar peligrosos. Estaba claro que Sandel quería precipitar las cosas desde el principio. Era de esperar. La Juventud actuaba así y gastaba su esplendor y excelencia en rebeliones violentas y furiosas acometidas, abrumando a su oponente con su propia gloria ilimitada de fuerza y deseo.

Sandel atacaba y retrocedía, estaba aquí, allá y en todas partes, ligero de pies y entusiasmado, maravilla viviente de carne blanca y músculos aguzados que se entretejían para crear una deslumbrante trama de ataque, deslizándose y saltando como un aeroplano ondulante de movimiento en movimiento hasta efectuar miles de ellos, todos dirigidos a la destrucción de Tom King, que se interponía entre él y la fortuna. Y Tom King resistía pacientemente. Sabía lo que hacía y también sabía lo que era la Juventud, ahora que ya no la poseía. Pensaba que no había nada que hacer hasta que el otro perdiese parte de su ímpetu y sonreía para sus adentros mientras se agachaba deliberadamente para recibir un fuerte golpe en la coronilla. Era una actitud un tanto retorcida, aunque sumamente justa según las reglas del boxeo. Todo púgil debe cuidar sus nudillos, pero si aquel insistía en golpear a su oponente en la coronilla, lo hacía por su cuenta y riesgo. King podría haberse agachado más y esquivar el golpe, que pasaría zumbando por encima sin hacerle daño, pero recordaba sus primeros combates y cómo había destrozado su primer nudillo contra la cabeza del Terror Galés. Se limitaba a jugar sus bazas. Aquella finta se había llevado por delante uno de los nudillos de su oponente. Aunque a Sandel no le iba a importar en ese momento. Seguiría igual, a pesar de todo, pegando igual de fuerte durante la totalidad del combate. Pero después, cuando las consecuencias de tantas peleas empezaran a hacerse visibles, lamentaría el estado de ese nudillo, echaría la vista atrás y recordaría cómo se lo había destrozado contra la cabeza de Tom King.

Sandel ganó el primer asalto e hizo gritar al público con la rapidez de sus ataques arrolladores. Abrumaba a King con avalanchas de puñetazos y King no hacía nada. No golpeó ni una vez, limitándose a cubrirse, a bloquear los golpes, esquivándolos y trabándose para evitar el castigo. En ocasiones fintaba, sacudía la cabeza cuando recibía el peso de un puñetazo y se movía imperturbable, sin saltar, brincar ni desperdiciar un solo gramo de fuerza. Sandel debía sudar la rabia de la Juventud antes de que la discreta Vejez pudiera atreverse a responder. Todos los movimientos de King eran sosegados y metódicos, y sus ojos lentos y de párpados pesados le daban la apariencia de estar medio dormido o atontado. Sin embargo, lo veían todo porque habían sido entrenados para verlo todo durante los veinte años y pico que llevaba peleando. Eran ojos que no pestañeaban ni vacilaban ante un puñetazo inminente, sino que miraban y calculaban la distancia con frialdad.

Sentado en su esquina durante el minuto de descanso al final del asalto, estiró las piernas y descansó los brazos sobre las cuerdas en el ángulo adecuado, mientras su pecho y abdomen subían y bajaban profundamente al tragar el aire producido por las toallas de sus ayudantes. Escuchó con los ojos cerrados los comentarios del público. Muchos gritaban: «¿Por qué no peleas, Tom? Le tienes miedo, ¿es eso?».

«Tiene los músculos agarrotados», oyó comentar a un hombre de la primera fila. «No puede moverse más rápido. Dos a uno por Sandel, me voy a forrar».

Sonó la campana y los púgiles abandonaron sus esquinas. Sandel recorrió tres cuartas partes de la distancia, ansioso por empezar de nuevo; pero King se contentó con cubrir una distancia más corta. Era una actitud acorde con su política de economizar. No había podido entrenar bien ni comido lo suficiente y cada paso contaba. Además, ya había caminado más de tres kilómetros para llegar al cuadrilátero. Fue una repetición del primer asalto, Sandel atacando como un torbellino y el público peguntando, indignado, por qué King no peleaba. Más allá de fintar y propinar varios golpes lentos e ineficaces, no hizo nada, excepto bloquear, esquivar y trabar. Sandel quería marcar un ritmo más rápido, pero King, por experiencia, se negaba a complacerlo. Dejó asomar una sonrisa nostálgica a su semblante maltratado por los golpes y continuó conservando las fuerzas con ese celo del que solo la Vejez es capaz. Sandel era joven y derrochaba su fuerza con el abandono generoso de la Juventud. King dominaba la táctica del cuadrilátero, la sabiduría reunida en infinidad de duros combates. Observaba con los ojos y la cabeza fríos, moviéndose despacio a la espera de que Sandel sudase su rabia. La mayor parte del público creía que King estaba siendo claramente superado por su oponente y expresaba su opinión ofreciendo tres a uno por Sandel. Pero había unos pocos prudentes que conocían a King desde hacía mucho tiempo y que cubrían lo que consideraban un dinero fácil de ganar.

El tercer asalto dio comienzo como los anteriores, muy desigual, con Sandel destacando y castigando al otro. Había transcurrido medio minuto cuando Sandel, en un exceso de confianza, dejó un hueco libre, sin cubrir. Los ojos y el brazo derecho de King relampaguearon al instante. Fue su primer golpe real: un gancho, con el brazo arqueado y torcido para darle rigidez y con todo el peso de su cuerpo medio girado. Fue como si un león que parecía dormido lanzase un zarpazo sin previo aviso. Sandel, al que alcanzó en un lateral de la mandíbula, cayó como un buey. El público dejó escapar un grito ahogado y aplaudió, sobrecogido. Después de todo, aquel hombre no tenía los músculos agarrotados y era capaz de golpear como un mazo.

Sandel estaba conmocionado. Se dio la vuelta e intentó levantarse, pero los gritos de sus ayudantes para que descansase brevemente durante el conteo lo contuvieron. Se apoyó en una rodilla, dispuesto para ponerse en pie, y aguardó, mientras el árbitro se inclinaba sobre él, contando los segundos en voz alta junto a su oído. Al noveno se levantó preparado para la lucha y Tom King, frente a él, lamentó que el golpe no hubiese caído unos centímetros más cerca del punto de unión de la mandíbula. Entonces lo habría noqueado y podría llevarse las treinta libras a casa, para su mujer y sus hijos.

El asalto continuó hasta agotar sus tres minutos de duración, Sandel respetuoso de su oponente por primera vez y King tan lento de movimientos y con los ojos tan adormilados como siempre. Casi al final. King, consciente de que el asalto terminaba al ver a los ayudantes preparados para saltar al interior del cuadrilátero, acercó la pelea a su propia esquina. En el momento en que sonó la campana, se sentó de inmediato en su taburete, mientras que Sandel se vio obligado a cruzar el ring en diagonal para llegar al suyo. No era más que un detalle pequeño, pero la suma de esos detalles era lo que importaba. Sandel tuvo que dar más pasos, derrochar más energía y perder una parte del valioso minuto de descanso. Al principio de cada asalto, King abandonaba con calma su esquina y forzaba a su oponente a cubrir una distancia mayor. Al final, King maniobraba para acercarse a su esquina y así poder sentarse al instante.

Transcurrieron dos asaltos más, durante los que King se mostró mezquino con sus esfuerzos y Sandel pródigo. El intento continuado de este último por imprimir un ritmo más rápido al encuentro hacía sentirse incómodo a King, porque un amplio porcentaje de los múltiples golpes que le llovían daba en el blanco. Pero King perseveró en su tenaz lentitud, a pesar de los gritos de los jóvenes impetuosos que le pedían que atacase y luchase más. En el sexto asalto Sandel se descuidó otra vez, la tremenda derecha de Tom King se lanzó hacia su mandíbula de nuevo y Sandel volvió a oír cómo el árbitro contaba hasta nueve.

En el séptimo asalto, Sandel ya no se encontraba en perfecto estado y se dispuso a vivir la que, en su opinión, iba a ser la pelea más dura de su vida. Tom King era un viejo, pero mejor que los que se había topado hasta entonces: un viejo que nunca perdía la calma, bueno en defensa, cuyos golpes tenían la fuerza de un garrote y que poseía la capacidad de noquear en ambas manos. Sin embargo, Tom King no se atrevía a golpear con demasiada frecuencia. No olvidaba sus nudillos machacados y sabía que cada golpe tenía que contar si quería que los nudillos aguantasen hasta el final del combate. Mientras descansaba en su esquina, observando a su oponente, se le ocurrió pensar que la suma de su experiencia y la Juventud de Sandel formarían un campeón mundial de los pesos pesados. Pero ese era el problema. Sandel nunca sería campeón del mundo. Le faltaba experiencia y la única forma de conseguirla era comprarla con Juventud; y cuando tuviese experiencia, habría gastado su Juventud en adquirirla.

King aprovechaba todas las ventajas conocidas. Nunca dejaba pasar una oportunidad de trabar al otro y, al efectuar la mayor parte de las trabas, su hombro se clavaba, rígido, en las costillas de Sandel. En la filosofía del cuadrilátero, un hombro era tan bueno como un puñetazo en cuanto al daño que causaba, y bastante mejor en lo relativo al gasto de energía. Además, en las trabas. King descansaba su peso en su oponente y se mostraba reacio a soltarlo. Eso forzaba la mediación del árbitro, que los separaba, siempre con la ayuda de Sandel, que aún no había aprendido a descansar. No lograba abstenerse de utilizar sus magníficos brazos voladores y sus músculos, siempre en movimiento, de manera que cuando el otro se lanzaba a trabar, golpeando las costillas con el hombro y la cabeza descansando bajo el brazo izquierdo de Sandel, este casi siempre echaba el derecho hacia atrás para intentar golpear el rostro que sobresalía. Se trataba de un golpe que demostraba habilidad y que el público admiraba, pero no resultaba peligroso y, por lo tanto, no era más que otra forma de malgastar sus fuerzas. Sandel parecía infatigable e inconsciente de sus limitaciones, por lo que King sonreía y aguantaba con tenacidad.

Sandel lanzaba furiosos derechazos al cuerpo que daban la impresión de castigar terriblemente a King, por lo que solo los viejos aficionados apreciaban los diestros toques del guante izquierdo de King en el bíceps del otro, previos al impacto de los golpes. Cierto, los golpes siempre daban en el blanco, pero el toque en el bíceps les arrebataba su potencia. Ya en el noveno asalto, tres veces en un minuto, la derecha de King asestó un gancho a la mandíbula; y tres veces el cuerpo de Sandel, con lo pesado que era, acabó en la lona. En todas las ocasiones aprovechó los nueve segundos a los que tenía derecho y se levantó alterado y sorprendido, pero fuerte aún. Había perdido gran parte de su velocidad y malgastaba menos las energías. Peleaba con determinación y continuó haciendo uso de su principal activo, que era la Juventud. El principal activo de King era la experiencia. Como su vitalidad se había atenuado y su vigor disminuido, los reemplazó por la astucia y la sabiduría surgidas de sus muchos combates y por un cuidadoso control de sus fuerzas. No solo había aprendido a no realizar nunca un movimiento superfluo, sino a inducir al oponente a malgastar sus energías. Una y otra vez, fintando con el pie, la mano y el cuerpo, embaucaba a Sandel para que saltase hacia atrás, lo esquivase o contraatacara. King descansaba, pero nunca permitía que Sandel hiciera lo mismo. Era la estrategia de la Vejez.

Al principio del décimo asalto, King empezó a detener las acometidas del otro con directos de izquierda al rostro y Sandel, más cauteloso, respondió estirando la izquierda, con la que luego fintó y lanzó la derecha en un gancho a la sien. Fue demasiado alto para resultar realmente efectivo; pero cuando lo recibió, King reconoció la vieja y familiar caída del velo negro de la inconsciencia al cruzar su mente. Durante un instante o, mejor, durante la más mínima fracción de un instante, se quedó en suspenso. En un momento vio a su oponente salir de su campo de visión al fintar y un fondo de rostros observadores, pálidos; al momento siguiente volvió a ver a Sandel sobre el fondo de caras. Era como si hubiese dormido durante un tiempo y abierto los ojos de repente, pero el intervalo de inconsciencia había sido tan microscópicamente breve que no había caído al suelo. El público lo vio tambalearse y cómo cedían sus rodillas para enseguida recuperarse y encajar mejor la barbilla al amparo de su hombro izquierdo.

Sandel repitió el golpe varias veces, manteniendo a King parcialmente aturdido, aunque luego consiguió elaborar una defensa que fue también un contraataque. Fintando con la izquierda dio medio paso atrás y al mismo tiempo lanzó un gancho al mentón con toda la fuerza de su derecha. Lo hizo con tanta exactitud que aterrizó directamente en el rostro de Sandel, quien en ese momento extendía el brazo hacia abajo en plena finta, y Sandel se alzó en el aire, se curvó hacia atrás y cayó de cabeza y hombros sobre la lona. Eso lo consiguió King en dos ocasiones y luego se soltó y machacó a su oponente contra las cuerdas. No dio a Sandel la más mínima oportunidad de descansar o recomponerse, sino que le estampó golpe tras golpe hasta que el público se puso en pie y un fuerte aplauso ininterrumpido llenó la sala. Pero la fuerza y resistencia de Sandel eran soberbias, por lo que continuó aguantando sin caer al suelo. Parecía seguro que lo iba a noquear y un capitán de la Policía, horrorizado ante semejante castigo, se acercó al cuadrilátero para detener el combate. Sonó la campana que indicaba el final del asalto y Sandel se tambaleó hasta su esquina, protestando y asegurándole al capitán que se encontraba sano y fuerte. Para demostrarlo, hizo dos volteretas hacia atrás y el capitán no insistió.

Tom King, que apoyaba la espalda contra su esquina y respiraba con fuerza, se sintió decepcionado. Si hubiesen detenido el combate, el árbitro forzosamente le habría dejado a él la decisión y la bolsa habría sido suya. A diferencia de Sandel, él no peleaba por la gloria o su carrera, sino por las treinta libras. Y ahora Sandel podría recuperarse en el minuto de descanso.

La Juventud manda; el dicho relampagueó en la mente de King y recordó la primera vez que lo había oído, la noche en que tumbó a Stowsher Bill. El ricachón que lo invitó a una copa después de la pelea, le había dado palmaditas en la espalda y utilizado esas palabras. ¡La Juventud manda! El ricachón estaba en lo cierto. Aquella noche de tanto tiempo atrás él había sido la Juventud, pero ahora la Juventud ocupaba la esquina contraria. En cuanto a él, llevaba peleando media hora y era viejo. Si hubiese luchado como Sandel no habría durado ni quince minutos. Pero el caso era que no se recuperaba. Las arterias abultadas y el corazón tantas veces forzado no le permitían recobrar fuerzas en los intervalos entre asaltos. Ni siquiera al principio había tenido energías suficientes. Le pesaban las piernas y empezaba a sentir calambres. No tenía que haber caminado aquellos tres kilómetros hasta el combate. Además, estaba el filete que tanto deseaba desde que se había despertado aquella mañana. En su interior se despertó un odio descomunal y espantoso hacia los carniceros que le habían negado el crédito. Para un viejo resultaba muy duro pelear sin haber comido lo suficiente. Y un trozo de carne era algo tan pequeño… como mucho, costaría unos pocos peniques, pero para él significaba treinta libras.

Al oír la campana que anunciaba el undécimo asalto, Sandel salió disparado, haciendo ver que estaba más descansado de lo que era verdad. King no se dejó engañar y reconoció aquel farol tan viejo como el boxeo. Fintó para salvarse y, tras soltarse, permitió que Sandel se recompusiera. Eso era lo que King deseaba. Fintó con la izquierda, bloqueó la esquiva en respuesta y el gancho balanceado hacia arriba, retrocedió medio paso, lanzó el gancho al mentón y envió a Sandel a la lona. Después, ya no lo dejó descansar y recibió mucho castigo, pero infligió mucho más, aplastó a Sandel contra las cuerdas y le lanzó y endilgó toda clase de golpes, liberándose de sus trabados o rechazándolos a fuerza de puñetazos y siempre, cuando Sandel iba a caer, lo agarraba con un puño ascendente y con el otro lo enviaba de inmediato contra las cuerdas, donde podía machacarlo sin que cayese.

Para entonces, el público se había vuelto loco y lo apoyaba a él, y casi todo el mundo gritaba: «¡Vamos, Tom!». «¡Acaba con él! ¡Acaba con él!». «¡Ya es tuyo. Tom! ¡Ya es tuyo!». Iba a ser un final arrollador, y eso era lo que la audiencia pagaba por ver.

Tom King, que durante media hora había ahorrado fuerzas, ahora las gastaba con prodigalidad en el gran esfuerzo que tenía en mente. Era su oportunidad: ahora o nunca. Su energía se agotaba con rapidez, pero tenía la esperanza de poder tumbar a su oponente antes de quedarse a cero. Y mientras continuaba golpeando y forzando, calculando fríamente el peso de sus golpes y la calidad del daño causado, comprendió lo duro que era Sandel y lo que costaba noquearlo. Poseía resistencia y aguante en grado extremo, la resistencia y el aguante intactos de la Juventud. Sandel tenía futuro, sin duda. Tenía lo que había que tener. Solo los púgiles de éxito estaban hechos de una fibra tan resistente.

Sandel vacilaba y se tambaleaba, pero King tenía calambres en las piernas y los nudillos empezaban a fallarle. Aun así, se armaba de valor para lanzar esos golpes feroces que provocaban angustia a sus torturadas manos. Aunque ahora casi no recibía castigo, se debilitaba tan rápidamente como el otro. Daba en el blanco, pero ya no contaba con el peso de antes en cada puñetazo, que suponía un intenso esfuerzo. Tenía las piernas como si fueran de plomo y se veía claramente que las arrastraba. Los seguidores de Sandel, animados por ese síntoma, empezaron a animar con énfasis a su púgil.

King realizó un esfuerzo repentino. Lanzó dos golpes seguidos, un izquierdazo al plexo solar que resultó mínimamente alto y un golpe cruzado de derecha a la mandíbula. No llevaban demasiada fuerza, pero Sandel estaba tan débil y aturdido que cayó al suelo y allí se quedó, temblando. El árbitro, de pie a su lado, le gritó al oído la cuenta de los segundos fatales. Si no se levantaba antes del décimo, perdería el combate. El público guardaba silencio. King descansaba sobre sus piernas temblorosas. Un mareo mortal se apoderó de él y el mar de rostros empezó a oscilar y debilitarse ante sus ojos, mientras que a sus oídos, como desde una distancia muy lejana, llegaba el conteo del árbitro. Sin embargo, pensó que el combate ya era suyo. Imposible que un hombre tan castigado fuera capaz de levantarse.

Solo la Juventud podía levantarse, y Sandel lo hizo. Al cuarto segundo se puso boca abajo y se arrastró, sin ver, hacia las cuerdas. Al séptimo había logrado apoyarse en una rodilla, postura en la que descansó, mientras la cabeza se balanceaba aturdida sobre los hombros. Cuando el árbitro gritó «¡nueve!», Sandel se puso en pie en posición de esquivar, con el brazo izquierdo envolviendo el rostro y el derecho, el estómago. Así protegía sus puntos vitales mientras se acercaba tambaleándose hacia King, con la esperanza de efectuar un trabado y ganar más tiempo.

En el mismo instante en que Sandel se levantó, King se lanzó hacia él, pero los dos golpes que le propinó quedaron amortiguados por la protección de los brazos. Enseguida Sandel se agarró a él desesperado, mientras el árbitro luchaba por separarlos. King también quería soltarse. Sabía que la Juventud se recupera muy rápidamente y era consciente de que Sandel sería suyo si evitaba esa recuperación. Con un buen puñetazo lo lograría. Sandel era suyo, de eso no quedaba duda. Lo había superado en táctica, en puntos y lo tenía rendido. Sandel se apartó tambaleándose, intentando mantener el equilibrio sobre la fina línea que separa derrota y supervivencia. Un buen golpe lo tumbaría y lo dejaría fuera de combate. Tom King, en un instante de amargura, recordó el trozo de carne y deseó habérselo comido para que su fuerza impulsase ese puñetazo tan necesario que debía propinar. Templó los nervios para lanzarlo, pero no fue lo bastante fuerte, ni lo bastante rápido. Sandel se tambaleó más, aunque no cayó y regresó vacilante hacia las cuerdas, donde esperó. King lo siguió como pudo y, sintiendo un dolor agudo que parecía anunciar su desintegración, propinó otro golpe. Pero su cuerpo lo había abandonado. Solo le quedaba la consciencia de luchar, nublada y atenuada por el agotamiento. El puñetazo dirigido a la mandíbula no superó el hombro. Su intención era llegar más arriba, pero los músculos cansados no habían podido obedecer. Debido al impacto del golpe, Tom King retrocedió tambaleándose y estuvo a punto de caer. Volvió a pegar. Falló por completo y, absolutamente debilitado, cayó contra Sandel y se agarró a él para evitar acabar en la lona.

King no intentó liberarse. Había quemado su último cartucho. Estaba acabado. La Juventud mandaba. Incluso agarrados, sentía cómo Sandel recobraba fuerzas. Cuando el árbitro los separó, vio ante sus ojos a la Juventud recuperada. Sandel se volvía más fuerte a cada segundo que transcurría. Sus puñetazos, débiles e inútiles al principio, se tornaron firmes y precisos. Los ojos nublados de Tom King vieron que un puño enguantado apuntaba a su mandíbula y quiso protegerla interponiendo el brazo. Reconoció el peligro y deseó actuar, pero el brazo pesaba demasiado. Parecía cargado con cincuenta kilos de plomo. No quería alzarse y Tom luchó con toda su alma para conseguirlo. Entonces el puño enguantado dio en el blanco. Sintió un chasquido agudo parecido a una chispa eléctrica y, al mismo tiempo, el velo negro de la inconsciencia lo cubrió.

Cuando volvió a abrir los ojos, se encontraba en su esquina y oyó los gritos del público como el bramido del oleaje en Bondi Beach. Alguien presionaba una esponja húmeda contra la base de su cráneo y Sid Sullivan le rociaba agua fría sobre el rostro y el pecho para refrescarlo. Ya le habían quitado los guantes y Sandel, inclinado sobre él, le estrechaba la mano. No guardaba rencor al hombre que lo había noqueado y le devolvió el apretón con tanta efusividad que sus maltratados nudillos protestaron. Luego Sandel se acercó al centro del cuadrilátero y el público dejó de gritar para poder oír cómo aceptaba el reto de Pronto el Joven y ofrecía subir la apuesta parelela a cien libras. King continuó mirando con indiferencia mientras sus ayudantes secaban el agua que chorreaba su cuerpo, le enjugaban el rostro y lo preparaban para abandonar el cuadrilátero. Tenía hambre. No se trataba de la sensación persistente y habitual, sino de una gran debilidad, una palpitación en la boca del estómago que se extendía a todo el cuerpo. Recordó el momento en que había tenido a Sandel tambaleándose entre la derrota y la supervivencia. ¡Ah, con un simple trozo de carne lo habría logrado! Era lo que le faltaba para propinarle el golpe decisivo y había perdido. Todo por culpa de un trozo de carne.

Sus ayudantes lo sostuvieron para que pasara al otro lado de las cuerdas. Se libró de ellos, se agachó para cruzar las cuerdas sin ayuda y saltó al suelo a fin de seguir a los suyos, que le abrían camino a través del pasillo central, lleno de gente. Cuando abandonaba los vestuarios en dirección a la calle, a la entrada del recinto, un joven se dirigió a él.

—¿Por qué no lo tumbaste cuando lo tenías acabado? —le preguntó.

—¡Vete al diablo! —respondió Tom King al tiempo que bajaba las escaleras.

Las puertas de la taberna de la esquina estaban abiertas por lo que vio las luces y la sonrisa de los camareros, y oyó las múltiples voces que comentaban el combate y el próspero tintineo de las monedas sobre la barra. Alguien lo llamó para que se tomara una copa. Dudó, pero luego rechazó la invitación y continuó camino.

No tenía un céntimo y los tres kilómetros hasta casa se le hacían más largos que nunca. Sin duda estaba envejeciendo. Al cruzar el Domain, de repente se sentó en un banco, perturbado por la idea de que su mujer lo esperaba despierta para saber el resultado del combate. Eso era más duro que cualquier golpe o noqueo y le parecía imposible de afrontar.

Se sentía débil y dolorido, y la tortura de sus nudillos le advertía que, aunque encontrase trabajo como peón caminero, tendría que pasar una semana antes de que pudiese agarrar un pico o una pala. La palpitación del hambre en la boca del estómago le provocaba náuseas. Su desgracia lo abrumó y se le humedecieron los ojos, algo insólito en él. Se cubrió el rostro con las manos y, mientras lloraba, se acordó de Stowsher Bill y de cómo lo había tumbado aquella noche, ya tan lejana. ¡Pobre Stowsher Bill! Ahora comprendía por qué había llorado en el vestuario.

 

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