La Rubia en el Avión

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Golpeando las puertas del cielo

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LA RUBIA EN EL AVIÓN

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La Rubia en el Avión Humor a la Wargon

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Cuando leí las Crónicas de Mendiolaza III sentí una inmensa empatía por el compañero de viaje de Cristina.

Pese a la penosa descripción del sujeto en cuestión, considero  que debe considerarse afortunada de  tener un compañero de viaje aunque  haga papelones en el avión, porque supongo que  habrá compensaciones en otros  ámbitos  de  la vida. Aun así me veo en la obligación de advertirle a mi querida amiga, que si piensa que en un próximo viaje la situación  va a mejorar, vaya buscando otro marido… porque el miedo a volar nace y muere con uno (y si va a descartar a éste le  ruego me avise).

 

Yo siempre  tuve  miedo a volar. Cada vez que me subí  a esos ataúdes con alas me sentí  como María Antonieta  subiendo al cadalso. Con cara de mujer de mundo me sentaba, me ponía el cinturón y envidiaba  a mis vecinos que leían, conversaban  y reían. Yo tomaba  la hoja de instrucciones de salvataje y me las memorizaba. En el momento previo al despegue estaba segura que tendría que utilizarlo todo: las mascarillas de oxígeno, los salvavidas, las salidas de emergencia. Eso, si no explotaba al arrancar. Cuando el avión comenzaba a ascender todos los inconscientes miraban la ciudad por las ventanillas. Yo permanecía con los ojos cerrados imaginando situaciones en la cabina de vuelo tales como: -¡Capitán, perdemos altura, nos estrellamos!

Después, durante las interminables horas de vuelo hacia ejercicios de inspiración y expiración. Relajaba el dedo gordo del pie y trataba infructuosamente que ese relax fluya al resto del cuerpo. Hacia un simulacro de comidas y ni me enteraba de la película que daban. Nunca iba al baño, no sea cosa que nos pescara  un tifón y yo sin amarrar. Muy pocas veces tuve la desgracia de sufrir una turbulencia. En esos momentos yo,  que soy atea confesa, rezaba todas las aves marías y padres nuestros que recordaba de mi infancia.

En uno de mis viajes sufrí el bochornoso episodio de agarrarme desesperadamente del miembro  de mi compañero de asiento pensando que era la  palanca de emergencia. Me costó explicarle al capitán de la nave que fue un acto involuntario. Lo que nunca entendí es porque mi compañero de asiento, con una bolsa de hielo en sus partes íntimas, me decía a cada rato “ahora viene una turbulencia,  ahora  travesaremos una zona con un tifón”.

Como tuve que viajar a menudo por razones laborales, desarrollé técnicas varias, ninguna demasiado eficaz. A partir de los 70 años empecé a entablar dialogo con mis compañeros de asiento, que pedían  desesperados que los cambien de lugar pese a mi encantadora compañía. Tal vez no les agradaba sostenerme la bolsa de vómito.

Querida cristina, mi consejo es que no lo someta a la tortura de volar pensando que se va a curar… nunca va a aceptar que viajar en una capsula alada es algo normal. Déjelo que salga un mes antes que Ud. y que llegue caminando, rodeado de animalitos que fue cautivando en su larga travesía, con ampollas en los pies , pero con la sonrisa feliz de quien sabe  de dónde viene y donde va porque, como dijo un filósofo… cuando se viaja en avión, el cuerpo llega antes que el alma.

 

Hola Lidia. Te agradezco por tu sinceridad y por lo esclarecedor de tu texto. Para mostrarte mi comprensión, te envío mi propio texto El Indio Paja Blanca.

Ricardo Zárate.

 

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