¿Dónde Está el Pájaro de Fuego?

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¿DONDE ESTA EL PAJARO DE FUEGO?

Por Thomas Burnett Swann

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Dónde Está el Pájaro de Fuego Humor a la Wargon

Dónde Está el Pájaro de Fuego

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I

Soy muy viejo según el modo de contar de mi pueblo, los faunos: diez años cumplidos. Apenas un niño, dirían los hombres, pero nosotros somos la raza de los cascos hendidos y puntiagudos, de las orejas velludas, descendientes del gran dios Fauno que correteaba con Saturno en la Edad de Oro. Como las cabras, nuestras primas, consideramos que diez años es toda una vida.

Y en mis años he visto el nacimiento de Roma, una ciudad en el Palatino que según Rómulo cruzará el anaranjado Tíber y se extenderá hacia el oeste hasta el Mar Tirreno, hacia el sur a través de la nueva colonia griega de Cumas hasta la punta de Italia, y hacia el norte a través de Etruria hasta la tierra de los galos. Rómulo el Lobo dice estas cosas, y le creo, porque nunca se ha equivocado salvo una vez. Ahora, sin embargo, no deseo hablar de Rómulo sino de su hermano gemelo, Remo, que también fue parte del comienzo. Remo, el pájaro de fuego. Con una pluma de caña, escribiré su historia en papiro y la confiaré a las arcas que, en la frescura de la tierra, resisten y preservan.

Mi pueblo ha vagabundeado por las colinas y bosques de Italia central desde el reinado de Saturno: los Apeninos de rocas azules donde nace el Tíber, y los bosques de hayas y robles donde las dríades se peinan la cabellera verde en las ramas moteadas por el sol. Cuando los invasores llegaron desde el África y desde los altos Alpes del norte, Saturno se retiró a una tierra adonde los faunos no pudieron seguirlo. Abandonados, permanecieron en Italia, junto con las dríades en sus casas de hojas.

La vida de un fauno siempre ha sido corta y simple. No usamos ropas que entorpezcan nuestros movimientos excepto, en los meses de invierno que no tienen nombre, un abrigo de piel de lobo. Nuestra única arma es una honda simple con un cordel de cáñamo. No tenemos hembras propias y debemos propagarnos seduciendo a doncellas de las ciudades amuralladas. A mí me trajo al mundo una muchacha de Alba Longa que había ido a buscar agua al río Númico, frente a su ciudad.

Como la ciudad estaba dominada por el rey Amulio, un tirano que años atrás había robado el trono a su gentil hermano Númitor y lo había encarcelado en el palacio, ella accedió a quedarse un tiempo con mi padre en el bosque. Pero cuando me dio a luz y vio mis cascos hendidos y mis orejas puntiagudas, exclamó: “¡Antes amamantaría a una cabra!”, y regresó a su ciudad y a su rey tiránico. Fui criado por un grupo de faunos que había construido un pequeño campamento en el bosque, con ramas sostenidas por estacas para protegerlos de las lluvias de Júpiter, y una empalizada baja para resguardarlos de lobos merodeadores o pastores hostiles.

Era de noche y habíamos encendido una fogata, no sólo para cocinar sino para confortarnos en la soledad de los negros bosques. Fuerzas malignas habían venido con la huida de Saturno, lémures o fantasmas y estrigas chupadoras de sangre. Mi padre, apretando nueve habichuelas negras en la boca, recorrió el campamento y las escupió una por una, murmurando cada vez: “Con esto compro mi rescate y el de los míos.” Los lémures, decían los pastores que le habían enseñado esa costumbre, lo seguirían, comerían las habichuelas y se apaciguarían.

Hecho esto, se lavó las manos en un cuenco de arcilla con agua, entrechocó dos cacerolas de cobre dejadas por mi madre, y dijo: “Buenas gentes, en marcha.” A los seis meses de edad -unos cinco años para un humano, quedé muy impresionado por el ritual de mi padre. Él nunca me había demostrado el menor afecto, pero nadie más lo había hecho, y juzgué que el papel de un fauno consistía en ser valiente y sagaz, no afectuoso.

Mi padre lucía muy gallardo al enfrentar a los fantasmas, y muy sabio, pues aunque los encaraba con valentía, hablaba con discreción. Los otros faunos, ocho en total, criaturas nudosas, pardas y velludas que lucían tan viejas como los robles del bosque, estaban acuclillados sobre sus cascos y observaban con admiración y también con impaciencia, pues aún no habían disfrutado de su cena de liebres asadas y bayas de mirto.

Pero mi padre apenas había dicho “Buenas gentes” cuando un tronco de árbol atravesó la delgada cerca y unas figuras atravesaron la abertura y saltaron entre nosotros con cayados de madera. Lémures, pensé al principio, pero los cayados y los taparrabos de piel de cabra los identificaban como pastores. Oí los nombres “Rómulo” y “Lobo” aplicados al mismo hombre y supuse que él era el jefe, el más musculoso y el más joven.

Ante todo apagaron nuestra fogata. Busqué refugio en un matorral y observé, los ojos abiertos de terror y las orejas trémulas. A la luz de los rescoldos humeantes, vi a mi padre derribado por Rómulo mismo. Me levanté y corrí a su lado, pero los musculosos brazos de Rómulo me alzaron en el aire. Me levantó sobre su cabeza, abrió la boca y soltó el agudo gemido de una loba cazadora. Con el campamento arrasado y los faunos caídos o tambaleantes, él saltó la cerca rota conmigo en brazos, y los pastores lo siguieron con liebres asadas en los brazos.

Pateé a mi captor con el casco, pero él me apretó con tanta fuerza que me faltó el aliento, y pensé que era mejor quedarme quieto.

Corrimos por los bosques, entre robles más viejos que Saturno y cipreses plumosos como doncellas etruscas bailando al son de flautas silenciosas. Al fin el terreno se volvió pantanoso y las sandalias de Rómulo chapalearon en la hierba mojada. Había oído a mi padre hablar de esta región palúdica cerca del Tíber, y contuve el aliento para evitar los vapores venenosos. Al final me debilité y respiré entrecortadamente, esperando que el aire me quemara los pulmones. Durante el viaje Rómulo nunca pareció agitarse, nunca tropezó ni descansó.

Comenzamos a trepar y pronto llegamos a la cima de lo que supuse sería esa colina de pastores, el Palatino. En una ancha meseta, el fuego de los hogares fluctuaba a través de las puertas de chozas circulares. El movimiento de mi captor creaba la impresión de que los fuegos bailaban y oscilaban, y pestañeé para asegurarme de que eran reales y no un sueño febril creado por el pantano. En los corrales de piedra, los cerdos gruñían y las vacas mugían con rencor por haber sido despertadas.

Una de las chozas, la más grande, parecía pertenecer a Rómulo. Entramos por una puerta baja -aunque Rómulo se agachó, mis orejas rozaron el dintely me encontré en una sala sin ventanas, con olor a cabra, con un suelo de tierra endurecido por la fogata central. Rómulo me arrojó contra una pared donde una cabra estaba mordisqueando una pila de paja. Un agujero en el techo dejaba salir el humo, pero sólo en parte, y esperé a que mis ojos dejaran de lagrimear antes de echar una mirada atenta a mi captor.

Vi que los potentes brazos que me habían sostenido pertenecían a alguien que era poco más que un muchacho (en el momento, por cierto, lucía abrumadoramente adulto, pero aún así el más joven de la cabaña). Sin embargo era alto, ancho, de piernas robustas con músculos firmes en el abdomen desnudo sobre el taparrabos. Un fino vello adolescente le oscurecía la barbilla, pero el surco entre las cejas sugería ambiciones que excedían sus pocos años. El pelo renegrido, alto y desparejo se le ensortijaba en rizos rebeldes.

Se irguió a la luz del fuego y rio, y comprendí vagamente, aun entonces, por qué hombres del doble de edad lo seguían y lo llamaban Lobo. Su cara apuesta revelaba la crueldad del lobo, junto con su fuerza sobrenatural. Si yo hubiera sido mayor, también podría haber visto la feroz ternura del lobo hacia los que ama; pues este joven, aunque rara vez amaba, podía amar con gran tenacidad. En estas circunstancias, sólo me parecía cruel y poderoso, y me intimidaba.

Un pastor de edad, el largo pelo blanco sujeto con una cinta detrás de la cabeza, se levantó del fuego cuando Rómulo entró con sus cinco hombres. Los cinco se echaron a reír y alardearon de su victoria sobre mi gente. Pero cuando Rómulo habló, los otros callaron.

-Los faunos estaban ahuyentando espíritus, Fáustulo —le explicó al viejo—. El jefe dijo:”Buenas gentes, en marcha”, y allí entramos nosotros. Como ves, he capturado a un niño.

-En un año estará totalmente crecido -dijo Fáustulo, cuyo rostro, aunque arrugado como un ladrillo agrietado en un horno, trasuntaba una dignidad sin edad. Más tarde supe que no era un mero pastor, sino un sabio de Cartago. Tras naufragar cerca de la desembocadura del Tíber, había vagabundeado tierra adentro para buscar refugio entre pastores y desposar a una muchacha llamada Larencia. Cuando su rústica prometida titubeó en regresar con él a Cartago, permaneció con esas gentes y aprendió su oficio.

-¿Qué harás con él entonces? Tus juegos nocturnos son pueriles, Rómulo. No te ayudan a conquistar el trono de Alba Longa.

Rómulo frunció el ceño. —Todo lo que hago, Fáustulo, me ayuda a conquistar el trono. Esta noche peleamos con faunos. Mañana, con soldados. Mis hombres necesitan práctica.

Su tono ominoso y el recuerdo de lo que le había hecho a mi padre me hicieron temblar. Me hundí en el heno donde la cabra no parecía dispuesta a comer (¡una bestia hedionda, aunque fuera mi prima!) y atisbé entre briznas de paja.

Rómulo vio mi terror. -Preguntas qué haré con nuestro cautivo —le dijo a Fáustulo-. ¡Comerlo, antes que crezca! Carne de cabra al espetón. -Como Fáustulo no pareció complacido por la broma (o la seria intención, yo no estaba seguro), Rómulo interpeló a un joven pastor de ojos inexpresivos y chatos como los de un carnero Parece que Fáustulo no tiene hambre. ¿Qué dices tú, Céler?

Guiñándole el ojo a Rómulo, Céler me tanteó los brazos y murmuró: -Demasiado flaco, demasiado flaco. Engórdalo primero, ¿eh? -La voz era gangosa y lenta, como si hablara con vino en la boca.

Rómulo pareció reflexionar. -No —dijo al fin-. El estará flaco, pero yo tengo hambre. Y quiero hacer un cinturón con sus orejas. -Así diciendo, me levantó del suelo y me acercó al fuego sosteniéndome del rabo. Me quedé callado hasta que sentí que las llamas me chamuscaban las orejas. Entonces empecé a balar, y Rómulo y Céler el de ojos de carnero echaron la cabeza hacia atrás en una carcajada.

Una voz habló desde la puerta, baja pero dominante. -Déjalo, Rómulo.

Rómulo se volvió y, reconociendo al que hablaba, me arrojó de vuelta contra la paja. Con un potente brinco llegó a la puerta y abrazó al hermano.

-Remo-exclamó-. ¡Pensé que te habían retenido en Veyes!

Remo estrechó al hermano con entusiasmo, aunque su físico ligero casi se hundía en el masivo abrazo de Rómulo. Al igual que los otros, usaba un taparrabos, pero de lana, no de piel de cabra, y teñido con el verde del pájaro carpintero que habita los bosques del Lacio. Un arco le colgaba del hombro, y una aljaba con flechas al costado, las muescas de bronce empenachadas con plumas que hacían juego con el taparrabos. Cuando le vi el pelo, sujeto con una cinta pero derramándose en un fuego sedoso detrás de la cabeza, contuve el aliento. Pico, el dios pájaro, pensé. ¿Quién tenía pelo amarillo en esta parte de Italia, excepto los dioses y los galos (y las damas etruscas, con la ayuda de sus famosos cosméticos)?

Se liberó del abrazo de Rómulo y se acercó a mi nido de paja. Me aparté de él. Tal vez fuera un dios, pero a fin de cuentas su hermano me había secuestrado y casi cocinado. Pero no tenía por qué temerle. Me alzó en brazos como lo habría hecho mi madre si no le hubieran disgustado mis orejas. Me acunó contra su terso pecho de bronce ,perfumado con trébol como si hubiera dormido en un prado y acarició el vello de mis orejas, alisándolo hacia las puntas.

-No temas, pequeño fauno -me dijo-. Mañana te llevaré de vuelta a tu gente.

-¡Llevarlo de vuelta! -protestó Rómulo-. Yo mismo lo capturé.

-Los faunos no son animales -dijo Remo-. No del todo, al menos. Han vivido en este bosque durante siglos, y no tenemos derecho a capturar a sus hijos. —Señaló el cayado ensangrentado de Rómulo Ni de luchar contra sus padres.

-A ellos les gusta pelear tanto como a nosotros -rezongó Rómulo-. Los aporreamos un poco, nada más. Si no adiestro a mis pastores, ¿cómo podrán tomar una ciudad? —Sonrió, y los dientes blancos y filosos centellearon a la luz del fuego.  Si no tomamos la ciudad, ¿cómo conseguiremos mujeres? -Céler y los demás, con excepción de Fáustulo, aprobaron bulliciosamente. Más tarde yo averiguaría que estos jóvenes pastores, echados de Alba Longa y de otras ciudades del Lacio por delitos menores, no tenían mujer, y que Rómulo había prometido una casa en la ciudad y una esposa para cada hombre. Rómulo le guiñó el ojo a Céler — Mi hermano sabe mucho de animales, pero nada de mujeres. Le encontraremos una muchacha cuando tomemos Alba Longa,  una hembra atractiva con senos como granadas maduras.

—Hermano -dijo Remo, curvando los labios en una sonrisa lenta—. ¿Qué sabes de granadas? ¿Has practicado jardinería fuera del Palatino?

-¡Yo sé! -exclamó Céler-. ¡Yo sé sobre ellas! Las muchachas que yo recuerdo…

-Y las muchachas que yo imagino -suspiró Remo.

-Recordar, imaginar -dijo Rómulo-. Una cosa es tan mala como la otra. Pero una vez que tomemos la ciudad… Ahora, hermano, cuéntanos sobre tu viaje a Veyes.

Rómulo y los demás se sentaron alrededor del fuego, mientras Remo permanecía de pie. Sin duda había existido un propósito urgente en su visita a Veyes, la ciudad etrusca doce millas al norte. Aun a mi edad yo intuía ese propósito y, acuclillado a sus pies, esperé sus palabras más ávidamente que las de mi padre cuando me contaba historias de dríades y diosas del río. Remo me aclaró más tarde las cosas que no atiné a comprender en el momento.

Los hermanos, al parecer, afirmaban que eran hijos del dios de la guerra Marte y una princesa vestal, Rhea, hija del mismo rey Númitor a quien Amulio había depuesto y encarcelado en el palacio. Mientras Remo hablaba, noté que estos gemelos reales en exilio ansiaban, ante todo, tomar el trono de Alba Longa y restaurar a su abuelo o reinar en lugar de él. Remo había ido a Veyes para pedir al lucomo o rey que los respaldara. Era temerario para un joven pastor latino, aunque fuera un príncipe depuesto, pedir audiencia con un rey etrusco y solicitarle que guerreara contra una ciudad latina. Pero Rómulo y Remo, a fin de cuentas, eran muy jóvenes.

-Entré en la ciudad -dijo Remo- con granjeros que pedían refugio por la noche. El palacio me asombró. Las paredes eran de estuco púrpura, y esfinges de terracota flanqueaban la entrada. Dije a los guardias que deseaba ver al rey, que sólo podía hablar con él. Que le comunicaran que Remo, príncipe exiliado de Alba Longa, solicitaba audiencia.

“-Pelo amarillo -dijo uno de ellos-, nuestro rey es un hombre jovial. Se lo comunicaré. Tu descaro lo hará reír.

“Al cabo de un largo rato, el guardia regresó para decirme que el rey me vería… en la sala de banquetes. En la gran sala, el cielo raso estaba pintado con monstruos alados y extraños y enormes gatos. El rey estaba tendido en un diván con una joven al lado. Ella estaba casi desnuda. Él me invitó a sentarme en un diván cercano y me apoyó el brazo, recargado de ámbar y oro, en el hombro.

“-Remo -dijo—, he oído tu historia de labios de pastores que en un tiempo sirvieron a Amulio pero ahora me sirven a mí. Me contaron que tu madre, la vestal Rhea, te concibió con el dios Marte y fue sepultada viva por romper su voto de castidad. Que su tío, el rey Amulio, ordenó al pastor Fáustulo que os ahogara en el Tíber, pero el pastor os dejó a la deriva en un tronco hueco. Que el tronco llegó a la orilla y una loba os amamantó en su caverna y un pájaro carpintero os traía bayas, hasta que Fáustulo os encontró y os crió como a sus propios hijos.

“Al parecer, la historia es muy famosa en la comarca, aunque Amulio cree que habéis muerto hace tiempo, pues a los tiranos rara vez se les cuenta la verdad. Te saludo como el príncipe que eres. Pero los de Veyes queremos la paz con Roma nuestra vecina más cercana. Conduce a tus pastores contra Amulio, si debes hacerlo, y ruega a Marte que los habitantes de la ciudad se alcen en armas para ayudarte. Cuando hayas capturado la ciudad, vuelve a mí y firmaremos tratados de amistad. Hasta entonces, seamos amigos pero no aliados.

“Le miré atentamente la cara, la barba corta y puntiaguda, negra como un buitre, las cejas arqueadas, los ojos almendrados, y vi que no cambiaría de parecer. Me despedí y tomé la carretera de basalto que atraviesa la gran puerta con arcada y regresé a vosotros.

Rómulo se puso de pie, casi rozando mis orejas. -No habrá ayuda de Veyes entonces. Y solos aún no somos, lo bastante fuertes. Treinta pastores a lo sumo, aunque recorramos la región. -Se acarició el vello de la barbilla, como si ansiara la barba tupida, y los años, de un hombre. -Tendremos que esperar por lo menos un año antes de atacar -continuó, con la grave fatiga de quien no está habituado a esperar, de quien a los diecisiete años gozaba de cierto liderazgo y codiciaba un liderazgo mayor-. Reúne más pastores alrededor de nosotros. Envía exploradores a la ciudad e investiga el ánimo de la multitud. —Ni Rómulo ni Remo habían visitado Alba Longa: su sangre real les hacía difícil hacerse pasar por pastores ¡Padre

Marte, que no haya que esperar mucho!

Caminó hacia el rincón de la choza donde una enguirnaldada lanza de bronce, coloreada de verde por el tiempo, estaba aparte como una reliquia sagrada. Marte, como todos saben, se manifiesta en lanzas y escudos. -Un día, pronto, gran padre, deja que te diga: “¡Marte, despierta!”

-Pero aun si tomamos la ciudad -preguntó Remo-, ¿nuestro abuelo nos permitirá gobernar? El trono le corresponde.

-Está muy viejo -dijo Rómulo—. Cuando él se quite de en medio, y lo hará muy pronto, construiremos un templo a Marte y adiestraremos un ejército que aun los etruscos temerán.

-Y ofreceremos refugio a los esclavos, y aun a los pájaros y animales.

—Oh, Remo —protestó el hermano—. ¡Gobernaremos una ciudad, no un zoológico! Por una vez, olvida a tus animales.

-¡Pero la ciudad puede aprender del bosque! ¿Recuerdas cuando curé tu fiebre con bayas, el año pasado? Un oso me las mostró junto al Tíber.

Rómulo meneó la cabeza. —Remo -sonrió-, tendremos problemas pra gobernar juntos. A veces deseo no tener un hermano o no amarlo más que a ningún hombre. Pero capturemos la ciudad… luego planearemos nuestro gobierno. Ahora es tarde. Es casi la hora del cuervo.

Tras despedirse calurosamente de Rómulo y Fáustulo, Remo me tomó en brazos y abandonó la choza. Desde luego yo podía caminar solo, pero callé por no perderme el paseo. Tambaleando un poco bajo mi peso, él bajó por la ladera del Palatino hacia el Tíber, que se curvaba como una serpiente bajo la luz de las estrellas y en ciertos lugares se hinchaba como si digiriera una comida. Cerca del pie de la colina entramos en la boca de una caverna donde una fogata ardía en un túmulo de arcilla. Remo agitó el fuego.

—Odio la oscuridad -dijo-. Está poblada de espíritus tristes. Gentes que murieron como mi madre, sin los ritos apropiados.

Miré somnoliento alrededor, y vi que el suelo de tierra estaba cubierto de cañas y tréboles, que había un jergón de lana limpia y blanca en el rincón, y que había cuencos de arcilla alineados a lo largo de la pared de enfrente. No había nadie en la caverna, pero un gran perro dormía del otro lado del fuego. Cuando entramos, el animal despertó y abrió los ojos. ¡Vaya perro! Un lobo inmenso, la pelambre gris amarillenta, opacada por la edad, se erguía sobre las ancas para enfrentarnos. No supe si gruñía o sonreía. Cuando Remo se agachó para depositarme en el jergón, me negué a soltarle el cuello.

-Calma, pequeño fauno -rio él-. Esta es Luperca, mi madre adoptiva. Fue ella quien nos encontró a Rómulo y a mí a orillas del Tíber y nos trajo a esta caverna. Es muy vieja ahora. A veces recorre el bosque, pero de noche comparte mi caverna y mi cena. -Se arrodilló junto a ella y le acarició las orejas de borde negro. Al evocar la escena, veo su nobleza, el joven de manos delgadas y melena amarilla como el girasol, la loba vieja que lo había amamantado en esa misma caverna. Pero a los seis meses de edad sólo veía un animal pulgoso que monopolizaba la atención de mi amigo.

-Mi nombre es Silvano —dije altaneramente. Eran las primeras palabras que decía desde mi captura.

-No sabía que hablabas -rio él, apartándose de mi rival para venir a tenderse junto a mí.

-Nadie me lo preguntó -dije, menos altanero ahora que él había respondido a mi llamado. Mientras el fuego se extinguía habló de Alba Longa, comentando que cuando él gobernara la ciudad con Rómulo los faunos serían tan bienvenidos como los hombres.

-Sin duda has visto la ciudad -dijo, y antes que yo pudiera responder que sí, que mi padre me había llevado una vez a ver las murallas para señalarme el sitio adonde había huido mi madre, continuó-: Es una ciudad muy pequeña, apenas un pueblo en realidad. Pero las casas son blancas y limpias, y el templo de Vesta es puro como la flama de la diosa. Ahora es una ciudad infeliz. Amulio es un gobernante cruel. Él mató a mi madre, Silvano. Rio cuando ella dijo que mi padre era Marte. “Has quebrado tu voto”, le dijo, y la sepultó viva en la tierra. Fáustulo la vio antes que ella muriera. Era apenas una niña, desconcertada pero orgullosa. Miró a Amulio con sus grandes ojos negros y dijo: “Marte es mi esposo y cuidará de mis hijos.”

“Todos le creyeron excepto Amulio. Ahora entiendes por qué lo odio. Y tengo otras razones. Confisca a los vinateros un tercio del vino y a los pastores un cuarto de sus ovejas. ¿Qué obtienen ellos a cambio? La protección de los soldados… ¡cuando no les roban el vino y las ovejas! Pero discúlpame, Silvano. Te mantengo despierto con problemas que no son para tu edad. Duerme, pequeño fauno. Mañana te llevaré a casa.

Pero yo ya sabía que no deseaba regresar a mi gente.

 

II

Habían pasado doce meses. Creciendo dos pulgadas por mes, yo había alcanzado la altura normal de un fauno, cinco pies. A veces miraba el arroyo que corría cerca de la caverna y admiraba mi reflejo, pues los faunos son vanidosos mientras semejan árboles jóvenes, y hasta que comienzan a volverse nudosos —ay, demasiado pronto, como los robles de Saturno. Mi tez era broncínea como un escudo etrusco. Yo lucía mis orejas con orgullo, agitando su pelambre sedosa por encima de la cabeza. Me peinaba la cola con una rama de castaño y la mantenía libre de cardos y cáscaras. Remo tenía ahora dieciocho años pero yo pronto lo alcanzaría. Junto con Luperca, yo aún compartía la caverna y a menudo cazábamos juntos, yo con honda, él con arco y flecha. Pero ante su insistencia cazábamos sólo los animales menores, y sólo por necesidad: la liebre y el cerdo salvaje. Los osos, los ciervos y aun los lobos no tenían nada que temer de nosotros. En ocasiones, durante estas cacerías, veía a mi padre y lo llamaba al pasar. La primera vez se detuvo para hablar conmigo. Vi la cicatriz que el cayado de Rómulo le había dejado entre las orejas. Lucía mucho más viejo de lo que yo recordaba, y un poco encorvado.

-¿Estás bien? —preguntó, ignorando a Remo.

-Sí, padre -respondí, casi esperando que me abrazara. Pues me había habituado al afecto de Remo.

Pero los lazos familiares entre los faunos no suelen ser muy profundos; vivimos muy poco tiempo. -Bien -dijo él-. Creía que te habían matado. -Y galopó hacia el bosque.

En la Colina Palatina, nuevas chozas se alzaban cerca de la de Rómulo y Fáustulo. Pastores sabinos se habían mudado allí desde una colina cercana, el Quirinal (así llamada por su dios de las lanzas, Quirino), y también ladrones y asesinos del bosque, a quienes Rómulo recibió con agrado en el grupo. Cuando Remo se opuso, Rómulo argüyó que los ladrones podían ayudar más que los pastores a tomar una ciudad. Podían moverse con sigilo y atacar con repentina furia.

Como pastores, por supuesto, los hermanos debían cuidar de un gran rebaño de vacas y ovejas, conduciéndolas de pastura en pastura en lo alto y al pie del Palatino, protegiéndolas de lobos y osos, y sacrificando a las deidades llamadas Pales. Los rebaños que cuidaban pertenecían a un habitante de Alba Longa llamado Tulio, que a menudo enviaba a un inspector de la ciudad para contar o examinar los animales; él era, pues, quien nos informaba acerca de Amulio y su creciente despotismo.

Un día el inspector se quejaba de que el rey había duplicado los impuestos; al siguiente, de que los soldados habían insultado a una vestal o ejecutado a un niño por un pequeño robo. Los soldados sumaban un millar -todos los hombres en buenas condiciones físicas de la ciudad debían cumplir con ese deber en un momento u otroy de ningún modo todos ellos estaban satisfechos con Amulio ni maltrataban a los civiles. Pero un grupo de recalcitrantes, recompensados con tierras, ganado o armaduras (aún no había moneda en el Lacio), servían a Amulio con gusto.

Inflamado por las noticias de la ciudad, Rómulo dejó sus rebaños al cuidado de perros ovejeros y entrenó a sus hombres; les enseñó a trepar riscos abruptos como murallas de ciudades y a moverse con la rapidez del lobo. En la colina llamada Aventino, Remo les enseñó a fabricar arcos con ramas de nogal y a emplumar las flechas para que fueran mortíferamente precisas.

Uñ día, cuando Remo descansaba después de cuidar los rebaños y adiestrar a los arqueros, tuvimos una aventura que en el momento no parecía relacionada con la guerra y la conquista, aunque luego demostró ser de gran importancia. Encontré a Remo de pie bajo la higuera, cerca de la boca de la caverna. Él la llamaba la Higuera de Rumina, la diosa que protegía a los lactantes, porque entendía que había cuidado de él y de Rómulo mientras la loba los alimentaba.

Encontrándolo preocupado, me acerqué en silencio, le tomé la cintura, y lo hice rodar en la hierba. Mi desventaja en tales forcejeos era mi cola, pues a él le gustaba aferraría y tironearla hasta que yo suplicaba piedad. Esta mañana, sin embargo, lo había tomado por sorpresa, y pronto estuve sentado sobre su pecho, triunfante. Ya empezaba a pesar más que él, con mis cascos y mi cuerpo delgado pero nervudo.

-Basta -jadeó-. ¡Deja que me levante! -Me incorporé y nos abrazamos, riendo y conteniendo el aliento.

-La próxima vez que me des la espalda -juró-, te arrancaré la cola de raíz. -De pronto se puso serio Silvano, mis abejas mueren.

Había encontrado las abejas en un tronco mal escondido, las había aturdido con humo, y las había trasladado a un hueco de la higuera, a resguardo de los osos hambrientos y los pastores. Por un tiempo habían parecido prosperar y Remo estaba encantado. Sólo tomaba la miel cuando había de sobra. Pero ahora…

-Mira -dijo, llevándome al árbol cuyas anchas y toscas ramas se elevaban hasta una altura notable-. Las abejas están muy enfermas.

De pie junto a él, mi mano en su hombro, examiné el árbol. Las abejas trasladaban sus muertos en gran número. Dos de ellas, agobiadas por el peso de una tercera, cayeron al suelo a mis pies.

—No creo que podamos ayudarlas -dije—. Pero hay otras colmenas, Remo. No nos faltará miel.

-Pero me gustan éstas, -protestó él, volviéndose hacia mí-. Son mis amigas, Silvano. No me han picado ni una vez, ni siquiera cuando les quitaba la miel. -Lucía tan turbado, tan joven y vulnerable, que perdí el habla. Hacía un año que lo conocía, y apenas había cambiado. Aún tenía la cara imberbe, y sus cabellos parecían rayos de sol trenzados. ¿Quién podía explicar que este joven rubio de ojos verdes, tan diferente de Rómulo, fuera hijo de una morena madre latirla? Sólo Marte sabía la respuesta. Pero Rhea, la gentil Vestal, parecía estar en su sangre más que el belicoso Marte.

-Espera -dije-. Los faunos aman la miel y a veces crían abejas. Mi padre sabrá qué hacer.

Fuimos a buscarlo en el bosque al sur del Aventino. Aunque yo era un fauno desnudo, sólo entorpecido por la honda, apenas podía seguir el paso de Remo, que corría por el bosque como si tuviera alas. En realidad, se había cosido al taparrabos las mismas plumas de pájaro carpintero que usaba para las flechas.

-Remo, ten piedad -jadeé-. ¡Echarás a volar sobre los árboles 1

Remo rio. -Dicen que un pájaro carpintero me alimentó cuando era pequeño.

-Y te dio sus alas.

En el corazón del bosque, los árboles eran altos como colinas y más viejos que Saturno. Lo que habían visto los había dejado cansados -curvados, retorcidos, flojos, pero aún poderosos. Los robles eran los más viejos, pero las encinas y las hayas de corteza gris mezclaban el sol y las sombras en una venerable bruma de ramas. Búhos de ojos azules ululaban entre las hojas y las urracas, pájaros de buen agüero, parloteaban en cavidades ocultas. La llama pequeña y verde de un pájaro carpintero ardía contra el fuego del bosque, y Remo lo señaló con excitación. -Uno como ése me alimentó con bayas.

Remo podría haber andado durante días sin encontrar a mi padre, pero los faunos tienen cierto instinto en el bosque y lo conduje directamente a nuestro campamento.

Frente a la cerca, balé como una cabra para anunciar mi parentesco con los que estaban detrás de la empalizada. Alzaron una sección y un fauno nudoso y moteado como la parte inferior de una roca cubrió la entrada. Las orejas le temblaban de suspicacia.

-Soy Silvano -dije-. Dile a Nemo, mi padre, que deseo verlo.

El fauno se marchó sin decir palabra. Otro ocupó su lugar. Para los ojos humanos -para Remo, según confesó más tarde— nada distinguía a este fauno del primero. Pero reconocí a mi padre por la cicatriz en la cabeza y la longitud de las orejas: eran muy largas, aun en un fauno.

—Silvano —dijo sin emoción-. ¿Me necesitas?

-Sí, padre. Éste es Remo, mi amigo.

-Os he visto juntos.

-Necesitamos tu ayuda. Las abejas de Remo mueren. Esperábamos que tú nos ayudaras a salvarlas. La colmena está bien situada, pero las afecta una enfermedad. Se están llevando a sus muertos.

Nemo reflexionó un momento. -Ah —dijo-. Debes encontrar una dríade.

-¿Una dríade, padre?

-Sí. Ellas hablan con las abejas. Conocen todas las curas.

-Pero las dríades son raras. Nunca he visto una.

-Yo sí -dijo Nemo con orgullo-. El cabello era del color de las hojas del roble, y la piel era como leche… -Se interrumpió, como avergonzado de su propio entusiasmo. Pero te diré dónde buscar. Dos millas al sur de este campamento, hay un círculo de robles. Algunos dicen que Saturno los plantó. De todos modos, uno está habitado por una dríade. No sé cuál. La vi recogiendo agua de un manantial y la seguí hasta un altar en ruinas entre los robles. Allí se me escapó. Debes ocultarte en los arbustos y observar las abejas por una hora o más. En el árbol donde se albergan la mayoría de ellas estará tu dríade, tomando el néctar. Pero dime, Silvano, ¿por qué son tan importantes esas abejas? Déjalas morir. Hay otras.

Remo respondió por mí. -Son amigas. Nos gusta oírlas trabajar fuera de nuestra caverna. Ahora están casi en silencio.

-¿Las llamas amigas? Eres uno de los antiguos, ¿verdad, muchacho? Tu cabello es cebada madura, pero tu corazón pudo haber vivido con Saturno. En los viejos tiempos, había amor en el bosque. Así dicen las crónicas de mi gente. Trazos en la piedra, figuras, imágenes de arcilla… siempre hablan de amor. Faunos, hombres y animales viviendo en armonía. —Se volvió a su hijo — Cuida de él, Silvano. Ayúdalo a encontrar a su dríade. Ayúdalo siempre. Él está señalado para sufrir.

Extendí el brazo y toqué a mi padre en el hombro, como a menudo tocaba a Remo. Él pareció desconcertado, aunque no supe si complacido u ofendido. Cuando nos dio la espalda, fuimos en busca de nuestra dríade.

Estaba el círculo de robles, tal como él había dicho. No los árboles más antiguos, aunque Saturno los hubiera plantado, pero viejos no obstante. En el medio se elevaba una pila de piedras rotas que en un tiempo habían formado un altar. Dedos de sol tocaban las piedras y las plantas que las cubrían, narcisos blancos con corolas de bordes rojos, acantos de hojas puntiagudas y junquillos amarillos como si la luz del sol hubiera florecido en los pétalos. Pero no exploramos el altar por temor a que la dríade nos descubriera, sino que nos agazapamos en unos arbustos más allá de los robles y buscamos abejas.

Pronto un zumbido tenue me-acarició los oídos. Presté atención al sonido y codeé a Remo. Un enjambre de abejas se acercaba a los robles. Volaron en círculos y desaparecieron en el roble más cercano al altar, un árbol grande con un tronco de unos veinte pies de ancho en la base, y una cuña de verdor en lo alto. Sí, era muy posible que alojara a una dríade. Traté de levantarme, pero Remo me aferró la cola.

—No -susurró-. Tu padre dijo que observáramos adónde iba la mayoría de las abejas.

Esperamos, yo muy inquieto, pues un minuto de un hombre parece diez para un fauno. Pronto tuve sueño y, usando la espalda de Remo como almohada, dormí hasta que me sacudió.

-Tres enjambres han entrado en ese árbol y se marcharon -dijo-. Ningún otro árbol ha atraído tantas. Debe ser ése.

Nos levantamos y caminamos hacia el árbol en cuestión. —Olvidamos preguntar a tu padre cómo entrar -dijo Remo, mirando el gran tronco. Al parecer las abejas habían entrado por un agujero invisible para nosotros, muy por encima de nuestras cabezas. El tronco era demasiado áspero y ancho para trepar, no había ramas al alcance de nuestras manos. Rodeamos la base, tanteando entre las raíces en busca de una entrada, pero sólo conseguimos desalojar a un lagarto turquesa que se deslizó sobre la sandalia de Remo y corrió hacia el altar.

Remo lo observó pensativamente. -Tu padre perdió de vista a la dríade cerca del altar. -Seguimos al lagarto hasta las piedras rotas y nos pusimos a patear entre los escombros, aunque cuidando de no aplastar los junquillos ni los narcisos. Un ratón campestre, preparado para escapar, nos miraba desde la piedra más alta. Una abeja salió de un junquillo tembloroso.

-Silvano —exclamó al fin Remo—. ¡Creo que lo hemos encontrado! —Apartó ávidamente las matas y se lanzó de cabeza en una apertura con tamaño suficiente para un cuerpo por vez. Lo seguí sin entusiasmo. Tales agujeros ocultaban serpientes venenosas, además de lagartos y ratones inofensivos.

Las paredes eran lisas; ni las raíces ni las piedras nos raspaban el cuerpo. Pero el viaje parecía largo y la negrura se volvía opresiva. Yo imaginaba una serpiente en cada recodo del túnel.

De pronto Remo se incorporó y me levantó consigo. Habíamos entrado en el tronco de un árbol, el árbol de la dríade, esperé. En lo alto una luz redonda brillaba a través de una abertura. Peldaños de madera tallados en el costado del tronco trepaban hacia la luz.

-¡Lo encontramos! -exclamó Remo, tironeándome de la cola con alegría—. ¡Encontramos la casa!

-Espero que ella sea más accesible que su casa -murmuré.

Comenzamos a subir y enseguida sentí un mareo, pues el árbol era muy alto. Me consolé pensando que nuestra dríade tal vez fuera bella. Había oído que ellas permanecían jóvenes hasta que morían con sus árboles. Remo y yo no veíamos mujeres en el Palatino, y la imaginación era un sustituto pobre. Yo lo había visto garabatear figuras en las paredes de nuestra caverna, Rumina y otras diosas. Invariablemente las dibujaba jóvenes, bellas, radiantes, la imagen de la Mujer en su joven corazón. ¿ Nos esperaba ahora una mujer semejante?

Por la abertura circular llegamos a una sala que seguía vagamente la forma del tronco. Pequeñas ventanas redondas abiertas en las paredes dejaban entrar el sol. Un diván atravesaba la sala, con patas de león y un edredón de seda poblado de guerreros. El aire olía a madera viva y pétalos de narciso blanco alfombraban el piso. Entramos en el cuarto con cierta vacilación. Enseguida choqué con una mesa y casi tiré una lámpara semejante a un sinuoso dragón. Remo, entretanto, se había sentado en una silla sin respaldo.

-Es madera de aurianciáceo de Cartago -dijo-. Vi una parecida en Veyes. Pero ¿dónde está la dríade?

-La escalera continúa -advertí, desembarazándome de prisa de la lámpara con forma de dragón-. Debe haber una segunda habitación encima de nuestras cabezas.

Remo caminó hacia la escalera. —La llamaré. No quiero que nos tome por ladrones.

Pero no tuvo que llamar, pues oímos pasos que bajaban la escalera. Empuñé mi honda por si la dríade estaba armada. Eneas, después de todo, había encontrado una raza de feroces amazonas en Italia. Las dríades que vivían solas, amazonas o no, debían saber cómo luchar por sus árboles.

La dríade se detuvo al pie de la escalera y nos enfrentó. Era pequeña aun comparada con un fauno de cinco pies, pues no medía más de cuatro. El largo cabello se le derramaba sobre los hombros; era verde y oscuro como las hojas de los árboles, y lucía negro en las sombras. Pero donde le daba el sol ardía como el jade que los viajeros traen del Oriente. La boca era rosada y pequeña; la piel, blanca, pura, y fresca como leche de cabra. Una túnica de lino pardo, bordeada con pequeñas bellotas, la cubría hasta los pies calzados con sandalias.

Esperó a que habláramos y nos explicáramos. Como no dijimos nada (¿qué podíamos decir, si obviamente éramos intrusos?), decidió hablar ella, despacio, como si le faltara práctica, pero con gran precisión.

-Habéis invadido mi casa. Yo estaba durmiendo arriba cuando vuestras toscas sandalias me despertaron. ¡Que Jano, el dios de los portales, maldiga vuestro espíritu maligno!

-Lamentamos haberte despertado -dijo Remo-. Pero en cuanto a invadir tu casa, no supimos con certeza que era una casa hasta que encontramos esta habitación. Luego nos extraviamos en su belleza. -Hizo una pausa Hemos venido para pedir un favor.

-¿Un favor? -exclamó ella-. Imagino de qué favor se trata. —Me clavó una mirada furiosa Vosotros los faunos sois los peores. ¿Nunca se te ocurrió cubrirte la entrepierna, como hace tu amigo?

-Si reparasen mi desnudez -dije con orgullo-, tal vez sea porque la admiras. Las dríades necesitan hombres, y los faunos necesitan mujeres. ¿Por qué no ser amigos?

—He agasajado a reyes -escupió-. ¿Por qué retozaría con extraños que llegan del bosque… un fauno y un pastor?

-Sólo queremos preguntarte por nuestras abejas. —Remo pestañeó, un niño lastimado a quien retan por un acto que no ha cometido. Avanzó hacia ella y ella no se movió Nuestras abejas mueren y queremos que las cures. -Se miraron. Luego, increíblemente, imprevisiblemente aun para mí, Remo la tomó en sus brazos. Como el niño reprendido que hace precisamente aquello de que se lo acusó, le besó los pequeños labios rosados. La mano de ella se levantó rápida como serpiente -por primera vez vi la daga y le hirió el costado.

Él se apartó con un grito, fijando los ojos no en su flanco ensangrentado sino en ella, y no con furia sino con vergüenza ante su propia humillación. Tomé el cuchillo antes que ella pudiera usarlo de nuevo y la aferré mientras forcejeaba en mis brazos. Enfurecido porque había lastimado a mi amigo, le apreté las muñecas cruelmente hasta que se quedó quieta. Sentí sus pechos contra mi carne, y luego, antes que pudiera desearla demasiado, dije: -Remo, es tuya. ¡Bésala de nuevo!

-Suéltala —dijo él.

—Pero Remo, ella te atacó. Merece lo que temía.

-Silvano, suéltala -dijo él, un niño pequeño, desconcertado, derrotado, pero enérgico. La liberé. Ella le miró la sangre del costado.

-Por favor -le dijo Remo-. Mis abejas mueren. Di me qué hacer por ellas.

Ella lo condujo a la clara luz de una ventana y le secó la sangre con el borde de la túnica. -Quema gálbano bajo la colmena y llévales racimos de uvas pasas en hojas de tomillo. Curarán y serán fuertes de nuevo. -Luego lo miró largamente, sin prisa, y yo podría haber estado en otro roble, por la atención que me prestaban. -Eres muy joven. Al principio estabas oculto en las sombras. Cuando me besaste, estuve segura de que eras como los demás.

-Lo soy -dijo Remo-. Vine a preguntarte por mis abejas, pero las olvidé. Deseaba tu cuerpo. Me hiciste pensar en la hierba y las flores bajo el sol caliente. Soy como los demás.

-Pero le dijiste a tu amigo que me soltara. ¿Por qué no te enfureciste cuando te herí?

-Me enfurecí. Conmigo mismo.

Ella le sostuvo la cara entre las manos. —Tienes la fragancia del bosque. Has yacido entre tréboles, creo. Como Eneas el troyano. Yo lo amé, sabes. Él vino a mí tal como tú. ¡Todo el Lacio vibraba con sus triunfos! ¡Turno derrotado, las amazonas de Camila puestas en fuga! Él se sentó en mi diván y dijo: “Melonia, estoy cansado. Desde el saqueo de Troya he vagabundeado y luchado. Perdí a mi esposa y a mi padre y abandoné a una reina de Cartago. Y estoy cansado.”

“Tomé su cabeza entre mis manos y besé a mi príncipe, a mi guerrero. En los años siguientes, observé cómo envejecía. Desposó a la princesa Lavinia para fundar un linaje real en el Lacio. Pero murió en mis brazos, un anciano cuya melena era una cascada blanca. Y maldije este árbol que me conservaba joven. Quería morir con Eneas. Los años pasaron y no me entregué pese a mi soledad. He esperado a otro Eneas”.

Se apartó de él y miró por la ventana un enjambre de abejas que se acercaba al árbol. -Me traen miel. Mis pequeñas amigas. Tus amigas, también. -Lo enfrentó de nuevo-. ¿Por qué eres joven? Eneas era gris cuando vino a mí, más viejo que yo en guerras y amores, aunque más joven en años. Ahora yo soy antigua. Pero tú eres joven. No puedes haber esperado mucho tiempo. Tus ojos están desnudos, son ojos de niño. No has aprendido a ocultar tus pensamientos. Me deseas y me temes. Yo podría apuñalarte con palabras más agudamente que con esta daga. ¿Por qué vienes a mí joven y virginal? Te haré viejo. Tengo cara de muchacha, pero mis ojos están cansados de esperar.

Como naves mercantes redondas, cargadas con preciosos aceites, las abejas invadieron la habitación y descargaron su néctar en una taza de ágata. Ella extendió la mano y unas gotas le cayeron en la palma. -Para mí, Remo, eres como las abejas. La vida de ellas dura seis semanas.

-¡Entonces ayúdame como a Eneas!

Ella tendió las manos y le aflojó la cinta que le ceñía el pelo. —Se derrama como girasoles. Tengo frío, tanto frío. Dame tus girasoles, Remo. ¡Príncipe de Alba Longa!

-¿Me conoces?

-Al principio no te reconocí. Sólo después de herirte. Te conocí por tu pelo amarillo y tu gentileza. El bosque habla de ti, Remo. Con amor.

Las voces de ambos se fundieron con el rumor de las abejas, y el aroma del néctar palpitó en mis fosas nasales, dulce y embriagador. Me había demorado allí demasiado tiempo. Bajé la escalera y regresé a la pila de piedras.

Mucho más tarde, cuando Remo salió del túnel, dijo: -¡Silvano, estás llorando!

-No estoy llorando -protesté-. Los faunos no lloran. Tomamos las cosas como vienen y nos burlamos de todo. Un zarzal me raspó los ojos y los hizo lagrimear.

Aunque no me creía, Remo no insistió. De hecho, no habló demasiado aun después que abandonamos el círculo de robles y nos adentramos en el bosque.

-La dríade -pregunté-, ¿era hospitalaria? -insistí con la esperanza de que hablara de ella ligeramente, como una mujer poseída y olvidada. ¡Ansiaba saber si en su corazón no me había reemplazado por una dríade malhumorada y más vieja que Eneas!

-Sí.

-Remo -protesté-, pareces abatido. ¿No tienes nada que contarme sobre Melonia?

Fue casi como si hablara el viejo Fáustulo. -¿Qué se puede decir del amor? No es felicidad solamente; también es tristeza. Es simplemente posesión.

-Creo que tienes ganas de luchar -dije-. O de dibujar a una de tus diosas. O de nadar en el Tíber. No me pareces poseído, sino vacío.

-Estoy pensando en muchas cosas -dijo—. Ayer quería castigar al hombre que mató a mi madre, y quería ser rey por los faunos, los lobos y los esclavos fugitivos. Ahora quiero ser rey también por ella.

Nos acercábamos al Palatino. En la boca de nuestra caverna, él se detuvo, me enfrentó y me puso las manos en los hombros.

-Silvano, ¿por qué llorabas?

-Ya te dije -repliqué.

-¿Pensaste que ella te había alejado de mi corazón, pequeño fauno?

No me había llamado “pequeño fauno” desde esa noche, un año antes (diez años antes), cuando Rómulo me robó del campamento. -Sí -dije, perdiendo el control de mis lágrimas-. ¡Y no por una muchacha sino por una bruja! O una ardilla, diría yo, por su modo de vivir en un árbol. Remo, ella te morderá. -Siendo medio cabra, yo siempre veía a las personas como animales.

El no se rio de mí ni tomó mis lágrimas a la ligera, sino que me tocó la oreja con los dedos, delicados como mariposas. -En el círculo de robles -dijo-, junquillos y narcisos crecían juntos. Había lugar para ambos. ¿Entiendes lo que digo, Silvano?

En ese instante Céler, de ojos de carnero, corrió hacia nosotros colina abajo. Sus ojos se habían vuelto más chatos y estúpidos durante el año transcurrido.

-Remo -llamó con su voz gangosa-. ¡Noticias de la ciudad! Rómulo quiere que vayas a su choza.

 

III

La colina lucía sombría y extraña en el atardecer, y la choza de Rómulo parecía fundirse con la piedra. Solemnes y dignas, las ovejas recorrían los senderos y, al detenerse, apenas podían distinguirse de las rocas bajas que Vulcano, según se decía, había arrojado de sus cavernas en un arrebato de furia. Los pastores y los que se les habían unido recientemente, los últimos reclutas de Rómulo, se demoraban en pequeños grupos hablando del trabajo del día o el adiestramiento de mañana. Los recién llegados se mantenían aparte de los pastores originales. Vestían el mismo sencillo taparrabos, pero las caras, aunque jóvenes en su mayoría, eran temerosas y hurañas. Yo sabía que uno era un asesino que había huido de Lavinio después de matar a la esposa; otro, un parricida de la nueva colonia griega de Cumas. Remo deseaba echar a hombres como éstos del Palatino, pero Rómulo los recibía con gusto porque sabían pelear.

Cuando el asesino de la esposa me vio, baló como una cabra. Remo dio media vuelta con furia pero yo lo empujé hacia la choza de Rómulo. No debía pelear por mi culpa.

-Pareces una rana -respondí de buen humor-. Debes hacerlo así. —Y balé tan convincentemente que las cabras respondieron desde todas partes.

Una figura se nos acercó, una alta nave bogando en un mar de bruma. Era Rómulo. A mí me saludó con un cabeceo, a Remo con una sonrisa.

-Hermano -dijo-, Gayo ha venido de la ciudad. Nos trae noticias. —Entramos en su choza, donde un hombre menudo y barbado que me evocaba una chinche de agua, por la libertad con que se deslizaba por la sala, contaba una historia que parecía haber contado varias veces y sin duda contaría de nuevo. Los ojos le chispearon cuando nos vio a Remo y a mí, un nuevo público.

-Remo -dijo-. Y Silvano, ¿verdad? ¡Escuchad lo que he visto! Ayer en el mercado me encontré con Númitor y dos sirvientes. Últimamente Amulio le ha otorgado considerable libertad. Para apaciguar al pueblo, supongo, y evitar que se queje de los impuestos. De un modo u otro, un perro ovejero le ladraba a uno de los soldados de Amulio. Un perro amigable que quería jugar. Pero el soldado no quería. Alzó la lanza y atravesó el corazón del animal. Númitor gritó con furia y trató de golpear al hombre con el cayado. El soldado, lejos de amilanarse, desenvainó la espada, pero un barbero y un vinatero intervinieron mientras los sirvientes se apresuraban a llevarlo de vuelta al palacio.

“Mientras el viejo desaparecía, le oí gritar: ‘¡Si mis nietos vivieran, no habría soldados!’ Todos los que habían observado la escena, yo incluido, quedamos conmovidos por el valor de Númitor. Y todos deseamos que de veras hubiera nietos que echaran a los soldados de las calles.

Con un ademán vigoroso finalizó la historia y golpeó enfáticamente el hombro de Remo. La emoción de Remo era evidente. Sus ojos, grandes y turbados, reflejaban las llamas del hogar: luces melancólicas en un bosque verde y triste. Por lo que yo sabía, nadie había revelado al inspector la verdadera identidad del joven. Pero Gayo lo observaba con inusitado interés. Tal vez había oído algún rumor de los pastores.

Librando a Gayo de la tentación de repetir su historia, Rómulo lo condujo hasta la puerta. -Nos traes malas nuevas, Gayo. ¡Gracias a Júpiter aquí no tenemos rey! ¿Te extraña que nos quedemos en la campiña?

Gayo sonrió irónicamente. Sin duda había intuido que la mayoría de los hombres de Rómulo, y el propio Rómulo, eludían la ciudad por razones que no tenían nada que ver con una predilección por la campiña.

-Cuando pienso en Amulio —suspiró—, siento la tentación de quedarme con vosotros. Lo llaman el Sapo, aunque él se llama a sí mismo el Oso. Pero Tulio, mi amo, depende de mí. Sus rebaños se han multiplicado, Rómulo. Le llevaré buenas noticias. -Con un ademán de despedida, bajó por el Palatino.

En la choza de Rómulo, Fáustulo, Céler, los gemelos y yo nos reunimos junto al fuego para evaluar las nuevas de Gayo. En tales ocasiones Remo siempre me incluía, aunque la primera vez Rómulo y Céler se habían opuesto a la presencia de un fauno.

-Hemos aguardado pacientemente -dijo Rómulo sin disimular su entusiasmo-. Ahora el ánimo de los pobladores parece apropiado. ¡Se pondrán de nuestra parte en cuanto nos conozcan! Pero hay que informarles quiénes somos, y nuestro abuelo es la persona indicada para ello. Primero debemos identificarnos ante él. Mañana iré a Alba Longa y obtendré una audiencia.

-Pero él vive en el palacio de Amulio —exclamó el viejo Fáustulo, encorvado como un arco de nogal pero tenso, como el resto de nosotros, con el espíritu de la revuelta-. ¿Cómo puedes obtener una audiencia?

-El tiene razón -dijo Remo-. No puedes simplemente ir al palacio como yo hice en Veyes, y decir que deseas ver a Númitor. Los guardias de Amulio son demasiado suspicaces. Tu estatura y tu porte te destacan de inmediato. Debería ir yo.

-¿Tú, Remo? ¿Y tu cabello? Los hombres rubios en el Lacio son tan raros cómo las vírgenes en Etruria. ¡Te tomarán por un espía de los galos! Aunque no lo hagan, ¿cómo obtendrás una audiencia con Númitor?

-He pensado en ello desde hace tiempo. Primero me teñiré el cabello de castaño oscuro. ¿Conoces la tintura que se extrae de las riberas del Tíber? Me frotaré un poco en el cabello y disimularé el color. Luego robaré una de las vacas de Númitor. Sus pastores me atraparán y me llevarán a Númitor. Cuando se roban vacas, el propietario, no el rey, tiene derecho a juzgar. Amulio no participará en esto a menos que Númitor me entregue a él. No creo que lo haga.

-No -dijo Rómulo-. Es demasiado peligroso. No te permitiré correr el riesgo.

Habitualmente yo quería patearlo con ambos cascos. Ahora quería abrazarlo.

—Remo tiene razón -dijo ese idiota, Céler, en su tono habitual-. Los viejos lo aman. Es suave y cortés. Que vaya, Rómulo. Yo también soy parte interesada en esto.

Sí, pensé, ganado, mujeres y una casa en la ciudad. Es todo lo que quieres. ¿Qué sabes sobre el gobierno? Remo, amigo mío, aunque ganes la ciudad, no habrás ganado tu justicia.

-De acuerdo, pues -dijo Remo con un énfasis que puso fin a la discusión.

-Y yo te ayudaré -dije.

—No, lo haré solo. Los faunos no son populares en el Lacio. Los pastores podrían matarte sin vacilar.

Rómulo lucía preocupado. Se acarició la barba incipiente y frunció el entrecejo. Este joven feroz y ambicioso, que no temía a los lobos ni a ios guerreros, estaba desvergonzadamente atemorizado por el hermano. Al fin, como un padre que envía a su hijo a luchar contra los galos, puso las manos en los hombros de Remo y dijo: -Ve pues, hermano. Pero mientras estás ausente, yo reuniré a los pastores. Estaremos prontos para atacar la ciudad cuando regreses con nuevas de Númitor. Si no regresas en tres días, atacaremos de todos modos. La puerta es fuerte, pero las murallas no son altas para pastores que viven en colinas.

-Ni para pastores conducidos por príncipes -dijo Fáustulo con orgullo, abrazando a los gemelos-. Durante dieciocho años os llamé hijos. En verdad, desde que os encontré en la caverna junto al pecho de Luperca. Después de haberos alimentado, ella me permitió llevaros. Ella, vuestra segunda madre, sabía que había llegado el momento para una tercera. Y os traje a esta choza y a Larencia, mi esposa. Cuando Larencia murió un año más tarde, os crié yo mismo. Ahora, como la loba, debo apartarme y regresaros a vuestro abuelo. No lo avergonzaréis.

En nuestra caverna, la mañana siguiente, Remo se cubrió la cabeza con un manto y dirigió una plegaria al dios Bonus Eventus, cuya imagen él había bosquejado en la pared. Nadie conocía el verdadero aspecto del dios, pero Remo lo había dibujado joven y con mejillas redondas, con una brizna de cebada en la mano. Extendiendo los brazos, sin reparar en Luperca ni en mí, Remo rogó:

-Bonus Eventus, dios que trae suerte al granjero con su cebada y sus olivos, tráeme suerte a mí también. ¡Condúceme a salvo hasta mi abuelo!

Después de la plegaria, puso una taza de leche ante la imagen, pues todos saben que los dioses, sean humanos, como suponían Remo y los etruscos, o potencias incorpóreas en el viento o las rocas o los árboles, exigen alimentos en ofrenda. (¡Luperca miró la leche, y yo esperé que el dios bebiera de prisa!) Luego cuidó de sus abejas, quemando gálbano bajo la colmena y llevándoles uvas pasas en tomillo.

—Cuida de ellas -me pidió—. Y también de Luperca. Tal vez tengas que alimentarla con tus manos. Está muy débil. -Pensé: no tan débil como para no beber esa leche. -Y por favor, Silvano, dile a Melonia adonde fui. Pensaba visitarla hoy.

Pateé el suelo con enfado. -¿La dama ardilla?

-Diosa -corrigió él.

-¿Diosa? ¡No vivirá más tiempo que su árbol!

—Pero su árbol ha vivido cientos de años, y vivirá cientos más. Hasta que regrese Saturno. Luego él le encontrará otro.

—¿Eso te contó? ¿Y qué dices del rayo? ¿Y las inundaciones? ¿Y los leñadores?

-Te tiemblan las orejas -sonrió él-. Siempre te tiemblan cuando te enojas. -Y comenzó a acariciarlas con sus dedos irresistibles. ¿Verás a Melonia? Promételo, Silvano.

—No hagas eso —exclame—. Sabes que me hace cosquillas.

-Pero te gustan las cosquillas.

—Precisamente. Me puedes hacer prometer cualquier cosa.

-¿Prefieres que te tire de la cola?

-De acuerdo, de acuerdo. Veré a Melonia. Ahora vé a robar esa vaca.

Desde luego, siempre había tenido la decisión de ayudarlo. Mi problema era cómo permanecer oculto hasta que él hubiera iniciado el robo, luego salir al descubierto, implicarme y compartir la captura. Seguí sus huellas a distancia segura. En los pantanos, traté de que mis cascos no chapalearan ruidosamente, y entre los túmulos funerarios de los sabinos, algunos frescos, otros cubiertos de hierba, me armé de coraje para no asustarme ante la presencia de los espíritus y echar a galopar. Tuve el cuidado de que siempre hubiera un árbol o una colina entre ambos. Él se movía de prisa, como de costumbre, pero sus huellas y mi agudo oído me indicaron el rastro.

Los pastores de Númitor dormían a la sombra, tres hombres nudosos tan viejos como su amo, quien, se decía, sólo contrataba a viejos para trabajar para él porque los jóvenes le evocaban a su hija y sus nietos perdidos. A los pies de los pastores yacía un viejo perro que también parecía dormido. Me escondí detrás de una encina y esperé.

Remo se acercó al rebaño y escogió una vaca negra y flaca de ubres encogidas. El perro lo miró somnolientamente mientras los tres pastores continuaban dormitando.

-¡Vamos, vaca, ven conmigo! -gritó Remo, escabullándose entre las matas con gran bullicio. Parecía divertirse como un niño persiguiendo gansos.

El perro no se movió hasta que vio que los pastores abrían los ojos. Entonces se incorporó y acorraló desganadamente al intruso. Los hombres se frotaron los ojos y comenzaron a gritar “¡Al ladrón, al ladrón!” Remo fingió desconcertarse ante los gritos y corrió en círculos alrededor de la vaca. Yo salté desde mi encina y me reuní con él.

-Te dije que no vinieras —susurró, enfadado como nunca.

-Son dos —graznó un pastor—. Y uno es un fauno. ¡Pudieron llevarse todo el rebaño!

Se acercaron cautelosamente al sitio donde rodeábamos a la vaca, la cual, impertérrita ante nuestros movimientos, continuaba desayunando hierba, mientras el perro, en actitud vigilante, ladraba desde un macizo de lupines.

-Bravo, perro. Bravo, Balbo —murmuraron los pastores, acariciando la cabeza pulgosa del animal. Uno de ellos tomó unas correas de cuero de un colgadizo cercano a la pastura.

-Ahora -dijo el menos achacoso de los tres, que parecía el jefe-, atadles las manos.

Sin resistirnos, ofrecimos las manos. Mientras un pastor las sujetaba, el jefe agitaba el cayado amenazadoramente. El perro corrió de aquí para allá ladrando, luego se detuvo para recobrar el aliento.

-Son sólo muchachos -dijo el que nos había atado, estirando el cuello para vernos mejor-. ¿Tenemos que llevarlos hasta la ciudad? Es un largo camino, Julio. Tal vez sólo necesiten una buena tunda.

Remo se apresuró a hablar. -Mi padre me dio una tunda una vez. Por eso hui. Me hizo revoltoso. No, temo que deberéis llevarnos ante Númitor. De lo contrario cada una de vuestras vacas será robada y vendida a los etruscos de la otra margen del río. -Lucía muy feroz y ladeaba la cabeza desdeñosamente ante esos hombres que se atrevían a decir que era sólo un muchacho — Y mi amigo, el fauno… ¡No lo creeríais! Joven, como es, ya ha tomado seis doncellas. -Añadió malignamente:-Yo he tomado siete. Pero claro, yo tengo más años.

-Serán jóvenes, pero son peligrosos -suspiró el jefe-. Númitor tendrá que juzgar. ¿Podéis vosotros dos llevarlos a la ciudad mientras Balbo y yo cuidamos los rebaños?

Los viejos se miraron entre sí y luego miraron hacia la ciudad, como calculando el efecto de veinticuatro millas en sus debilitados tobillos. Uno de ellos tocó a Remo con el cayado, el otro a mí. Echamos a andar obedientemente. —Lo intentaremos -dijeron.

-Si hablan golpeadlos -aconsejó el jefe. Y así partimos en busca de Númitor.

Alba Longa, la ciudad de los sueños de Rómulo y Remo, que yo había visto sólo desde los bosques al pie de su meseta, era en verdad un modesto pueblo amurallado de cinco mil personas. Sus paredes de roca, aunque altas, empezaban a deteriorarse, y entre los adoquines de las calles crecía hierba. No obstante las casas brillaban con yeso blanco y nos parecían pequeños palacios.

—Y los techos —suspiró Remo—. Están cubiertos con tejas de arcilla cocida. -Estábamos acostumbrados, por cierto, a los techos de paja de las chozas de los pastores No hay peligro de incendio, y la lluvia no se filtra.

-Ea, ladrones, adelante -gritaron nuestros captores, y nos empujaron con sus cayados. Por doquier la gente se detenía a mirarnos, para obvio placer de los pastores, que gritaban en voz más alta: “¡Ea!” Una vestal con una negra vasija etrusca casi derramó el agua. Un vinatero soltó su odre de vino y un hilillo rojo humedeció los adoquines. Había barberos en puestos junto al camino, y vendedores de hortalizas con grandes melones en las manos; niños, perros pastores y asnos; y, huraños y numerosos, los soldados de Amulio. Yo sabía que en la mayoría de las ciudades latinas no había un ejército permanente, ningún soldado excepto en tiempos de guerra. Pero los hombres de Amulio, blandiendo lanzas con punta de bronce, marchaban por la ciudad como diciendo: “Marchamos siguiendo órdenes del rey, y los civiles no tienen por qué saber cuáles son.”

-Ea -gritaron nuestros captores una vez más, y un soldado les golpeó la cabeza con el mango de la lanza—. Callaos, viejos. Estáis cerca del palacio. -Humillados, los pastores guardaron silencio y dejaron de acicatearnos.

A la izquierda se erguía el templo de Vesta, construido por arquitectos etruscos sobre una plataforma de piedra, con cuatro columnas cuadradas en el frente. El frontón relucía con terracota naranja pero no con las imágenes amadas por los etruscos, pues la diosa latina Vesta vivía en su flama y no tenía semblanza física. Frente al templo se agazapaba el palacio de Amulio, un rectángulo blanco y bajo que se diferenciaba sólo por el tamaño de las casas que habíamos pasado. Se murmuraba que un día Amulio esperaba construir un verdadero palacio etrusco, multicolor en vez de blanco, con frescos y columnatas, gracias al ganado que requisaba con sus impuestos; los cambiaría con los etruscos por arquitectos y piedra.

Como comienzo, al menos, había flanqueado las puertas con leones etruscos de bronce, esbeltos y de patas delgadas, las colas enroscadas sobre el lomo, los ojos almendrados como los de los hombres que los habían hecho. Frente a los leones había un par de guardias humanos, menos imponentes que los animales.

—¿Qué os trae al palacio del rey? -preguntó uno. Su chaqueta era de cuero, su yelmo con cresta, de bronce.

Nuestros captores no había recobrado la compostura desde la escena con el soldado. Tartamudearon torpemente y Remo tuvo que hablar por ellos.

-Nos sorprendieron robando ganado de Númitor. Quieren someternos a su juicio.

Ante la mención de Númitor, los guardias se suavizaron. Uno de ellos se apoyó en la puerta y llamó, y un sirviente arrugado vino desde adentro. El guardia y el sirviente cuchichearon; el sirviente desapareció y regresó en seguida. Nos condujo por un corredor sostenido por vigas de madera hasta un jardín detrás del palacio, cerrado en tres lados por una pared de ladrillo. Las rosas proliferaban en un caos bermellón y los crocos se derramaban como cálices de oro. Era el primer jardín de flores que yo veía. Quería rodar sobre los capullos, pese a las espinas, y patear el aire con los cascos. Luego vi al rey del jardín y olvidé mis sueños. Estaba sentado en una silla sin respaldo y miraba una piscina lechosa. Su cabello blanco y ondeado se distinguía apenas de las túnicas, que se le plegaban alrededor de los pies y le tapaban las sandalias.

No parecía reparar en nosotros. El sirviente le llamó la atención. -Príncipe, tus pastores han traído a dos ladrones para que reciban justicia.

Alzó la cabeza y nos miró inexpresivamente. Tenía la cara tan amarilla y cuarteada como papiro puesto en una tumba por faraones más viejos que Saturno; hombres dioses que gobernaban el Nilo antes que los etruscos hubieran pasado por Egipto y llevado sus tradiciones a Italia. Una cara como papiro donde el tiempo había borrado la escritura; inescrutable.

—Tráelos aquí -dijo. Nos arrodillamos y Remo le tomó la mano.

—Mi rey -dijo. Nada más, pero con infinita sinceridad.

Númitor retiró la mano e indicó al joven que se levantara. -Yo no soy tu rey -dijo tiesamente—. Nunca lo fui. Tú eres demasiado joven… la edad de mis nietos, si hubieran vivido. Y nacieron después que yo perdí el trono. Dime, muchacho, ¿por qué robaste mi ganado?

-Porque deseaba verte.

-¿Verme? No comprendo.

-Como ladrón, sabía que me traerían aquí para que me juzgaras.

-Tenías razón. Antes que emita mi juicio, ¿qué favor pides? Te lo advierto, tengo pocos que ofrecer.

-Te bendición. Tu amor.

-Un viejo ama a sus hijos. No tengo ninguno. A sus nietos. No tengo ninguno. Mi corazón está despojado de amor. Un nido sin golondrinas. Pero ¿cómo te llamas? Algo en tí me evoca…

-Un pastor me llamó Remo, y llamó Rómulo a mi hermano. Somos gemelos.

Los nombres, desde luego, no significaban nada para él, pero la última palabra de Remo le llamó la atención. -¿Gemelos, dices?

-Poco después que nacimos, nuestra madre fue sepultada en una fosa y a nosotros nos quisieron ahogar en el Tíber. Pero Fáustulo nos salvó y nos convirtió en sus hijos.

Númitor gruñó y se irguió, como los géiseres de Vulcano, blancos de bórax, que rugen desde la tierra y tiemblan en el aire.

-¿Qué dices? -tronó-. Mientes tan bien como robas. Vi a mis nietos cuando Amulio se los arrebató a mi hija. Uno tenía pelo oscuro, más oscuro que el tuyo. El del otro era dorado, dorado como esta flor. —Aplastó un croco bajo la sandalia Un obsequio del dios, su padre. ¿Cuál eres tú?

-El de cabello dorado. -Remo cayó de rodillas y hundió la cabeza en la piscina que se tiñó de hilillos pardos. Se levantó y sacudió el cabello. Aunque estriado de tintura, relucía amarillo como oro entre vetas de hierro.

Observé la máscara de papiro. La superficie curtida y gastada tembló y se ablandó, el olvidado lenguaje del amor habló en los ojos turbios. Pasó la mano por el pelo de Remo y palpó la tintura derretida.

-Tiempo -dijo-. Dame tiempo. No estoy acostumbrado a las lágrimas. Arden como el vino. —Un anciano enceguecido por las lágrimas tomó al joven en sus brazos. -Rhea —suspiró-, tu hijo ha vuelto a mí.

-Eres un idiota senil -graznó una voz desde la puerta-. Este jovenzuelo te ha engañado. Merece una lección.

Reconocí a Amulio, aunque nunca lo había visto. Lo supe por los venosos ojos de sapo que nunca parpadeaban, la forma encorvada y enana. Amulio el Sapo.

-¡Guardias! -llamó.

—Ve a ver a Rómulo —suspiró Remo—. Yo los contendré.

Detrás de mí un príncipe y un tirano forcejeaban entre rosas y espinas. Con un solo brinco de mis cascos, me colgué de la pared y trepé a los ladrillos. —Bonus Eventus —rogué-, ¡ayúdame a traerle ayuda!

 

IV

Aterricé en una calle angosta detrás del palacio y mis cascos resonaron en los adoquines. Una anciana que traía melones del mercado se detuvo sorprendida, luego siguió calle abajo con un gesto que parecía, decir: “Que Amulio proteja su propio palacio. Si los faunos pueden asaltarlo, mejor para ellos.” No había nadie más a la vista, pero un asno, sujeto a una estaca, me observó inexpresivamente. Al parecer su dueño estaba ocupado en la tienda de un teñidor, que apestaba a trompas marinas, muy valorizadas por su tintura púrpura.

Remo me había dado segundos. En cuanto los guardias lo dominaran, me seguirían o enviarían a sus amigos. Tenía que llegar de prisa a la puerta; tenía que correr. Pero un fauno corriendo en una ciudad de soldados luciría sospechoso. Me tomarían por ladrón. Mascando hierba entre los adoquines, el asno sujeto observaba el sol. Lo solté y lo pateé con todas las fuerzas de mi casco. Galopó calle abajo.

-Ea, ea -grité, corriendo tras él como para recobrar mi propiedad perdida. Al doblar una esquina echó a correr por la calle central y fue directamente hacia las torres de la puerta. Cuando aminoraba la marcha, yo la aminoraba. Cuando aceleraba, yo aceleraba y gritaba “¡Ea!”. Una mano intentó detenerlo; contuve el aliento, pero el asno se soltó y arremetió contra la puerta. Los guardias rieron y lo azuzaron con una palmada en el flanco y un “¡Arre!”. Tumbando el carro de un alfarero, cargado con lámparas de arcilla anaranjada, corrí tras él.

-Que los ladrones te partan la crisma -gritó el alfarero. Agité el brazo sin mirar atrás y corrí cuesta abajo hacia el bosque. A mi izquierda, el lago Albano brillaba en el sol de la tarde, y esquifes de aliso ahuecado cabeceaban como libélulas en el turquesa derretido. Delante de mí cipreses sombríos señalaban la senda del Palatino.

Encontré a Rómulo con Céler y el rebaño al pie del Palatino. Cuando le conté lo sucedido, se puso muy pálido y clavó el cayado en el suelo.

-Sabía que tenía que haber ido yo.

-Olvídalo -lo consolé-. ¿Quién le puede decir no a Remo?

-¡Si le hacen daño, incendiaré la ciudad! Céler, cuida el ganado. —Me llevó de prisa cuesta arriba, haciendo planes durante la marcha Atacaremos esta noche. En la oscuridad, quizá podamos trepar las murallas antes de que nos vean.

-Pero el pueblo no nos conocerá. Remo no tuvo oportunidad de contar nuestro plan a Númitor.

-No importa. No podemos demorarnos. Una vez en la ciudad, gritaremos su nombre, “¡Viva Númitor!”, y trataremos de obtener apoyo.

Rómulo estaba en lo cierto, no podíamos demorarnos. Pero ¿qué podíamos hacer contra murallas y soldados? Si derribábamos las puertas con un árbol, los soldados sin duda estarían esperando. Si trepábamos las murallas, podían vernos y esperarnos también. Como Alba Longa se yergue sobre un risco, es difícil llegar a las murallas sin ser visto, aun de noche. No dije nada; Rómulo conocía los peligros. Pero no podía arriesgar la vida de Remo con un plan tan mediocre.

Bajé el Palatino y me dirigí a la caverna. Quería pensar. En el camino pasé junto a Céler y su rebaño. Estaba apoyado contra una roca, el cayado en la mano y una paja entre los dientes. Imbécil complaciente, pensé. Tranquilo como una oveja cuando la vida de Remo está en peligro.

-Así que encerraron al Pájaro en una jaula-sonrió-. Grandes juegos esta noche, ¿eh? -Antes que yo pudiera patearlo, cambió de tema.— Silvano, he oído que encontraste una dríade. ¿Dónde está su árbol?

-Es la dríade de Remo-dije con indignación.

-Y la tuya -se burló-. Y la mía si me muestras el árbol.

-Al norte del Quirinal -mentí-. Una encina con la marca de un rayo en el tronco. -Bajé las orejas para no oír la respuesta y fui de prisa a la caverna. Adentro me arrojé en un jergón de trébol, pero la fragancia me recordó a Remo y enturbió mis pensamientos. Caminé de un lado a otro. Luperca se me acercó desde el fondo de la caverna y se apretó contra mi pierna. Me arrodillé y le tomé la cabeza entre las manos.

-Luperca —dije-, Remo ha ido a la ciudad. Lo han tomado prisionero. ¿Qué haré? -Ella me miró con tanta inteligencia que advertí que entendía mis palabras; se puso a gemir y lamenté no entender las suyas.

Luego oí un zumbido de abejas fuera de la caverna. Salí y miré la colmena de la higuera. El remedio de Melonia había funcionado. Las abejas recobraban la salud. ¡Melonia! Ella podía ayudar a Remo. Había curado las abejas. ¿No tendría un secreto para liberarlo de la prisión? A fin de cuentas, había amado a Eneas, el incomparable guerrero. Galopé hacia el círculo de robles. Detrás de mí una caracola vibró en el Palatino y supe que Rómulo convocaba a sus hombres.      
 

Me detuve al pie del roble y llamé: -Melonia, me envía Remo. -Ninguna respuesta.

Llamé de nuevo. Una voz, ahogada por las ramas, respondió: -Ya bajo. Espérame junto al altar.

En un tiempo asombrosamente corto, salió del túnel. No era la Melonia que yo recordaba, firme y majestuosa, sino una pálida niña arbórea pestañeando en el sol extraño. Alzó una mano para cubrirse los ojos.

-¿Está herido?      

-No, pero Amulio lo ha tomado prisionero. -Y le conté acerca de la captura.

-¿Qué se propone hacer Rómulo?

Le expliqué el plan, o lo que sabía de él.

-Los pastores de Rómulo -suspiró ella-. Los he visto adiestrándose en el bosque. Son valientes pero no tienen armadura. No tienen lanzas. Sólo cayados y arcos. ¿De qué sirven los arcos contra las murallas, o para pelear cuerpo a cuerpo en las calles? Costarán la vida de Remo.

-Melonia -grité desesperado-, tú puedes salvarlo. Sé que tú puedes.

Me tocó la mejilla con la punta de los dedos, que parecían briznas de hierba. -Eres buen amigo de él, Silvano. Tú y yo y el bosque somos sus amigos. Tal vez podamos salvarlo. Ahora vuelve donde Rómulo. Dile que cuando Arturo brille directamente sobre el templo de Vesta, iré a él en el bosque, bajo la puerta de la ciudad. Que no haga nada hasta que yo llegue, pero que sus hombres estén preparados.

Le apreté la mano; era tibia y menuda como una golondrina. -Melonia, no he sido amable contigo.

-Ni yo contigo. Pero Remo nos ha hecho amigos. Tú eres su hermano, Silvano. Mucho más que Rómulo el Lobo. Confía en mí.

Me volví para marcharme y ella me llamó. -Silvano, espera. De veras temo por él. El bosque está inquieto. Las grullas han volado todo el día como antes de una tormenta. Pero no hubo tormenta. Y anoche los búhos gritaron en mi árbol. He buscado buitres, pájaros de buen agüero. Especialmente pájaros carpinteros. No se ve ninguno.

-¿Buen agüero? -exclamé-. ¡Tú eres el buen agüero de Remo!

Alto sobre Alba Longa, el templo de Vesta ardía en el claro de luna, y la anaranjada Arturo, la estrella de la primavera, trepaba sobre el frontón de piedra. Cincuenta pastores se agazapaban en el bosque bajo la puerta: Rómulo con su antigua lanza consagrada a Marte; varios con arcos y flechas, cuyo uso Remo les había enseñado; pero la mayoría armados sólo con cuchillos, cayados u hondas. Los cuerpos de todos estaban desnudos excepto por los taparrabos: ni grebas en las piernas ni corseletes de metal para protegerles el pecho o la espalda del ímpetu de una flecha o la mordedura de una espada.

El ariete era un olmo talado en el bosque; las escaleras lucían frágiles como árboles jóvenes aún no puestos a prueba por las tormentas. ¿Cuántos pastores, me pregunté, sobrevivirían a esa noche? Me alegró que el encorvado Fáustulo, a insistencia de Rómulo, hubiera permanecido en el Palatino. Sentí una momentánea piedad. ¿Quién podía culparlos, por toscos que fueran, por desear casas en la ciudad y mujeres que cuidaran de sus hogares?

-No podemos esperar más -dijo Rómulo. Le incomodaba seguir órdenes de una dríade que nunca había visto. Creo que sólo me había escuchado en su preocupación por Remo y en el conocimiento de su propia ineptitud.

-Pero Arturo acaba de elevarse por encima del templo -protesté-. Antes, aún estaba en ascenso. ¡Sé que ella vendrá!

-¿Qué podrá hacer si viene? Somos unos idiotas al probar suerte con la puerta, como parece ser la intención de ella. Deberíamos escalar la muralla del otro lado.

Entonces oí las abejas. -Silencio -dije-. Ahí viene.

Mis orejas temblaron. El zumbido creció: los hombres atisbaron el bosque con curiosidad. Me sentí como un viajero que se acerca a una cascada. Al principio oye apenas un murmullo tenue y distante. Luego los árboles se entreabren y el murmullo le aturde los oídos.

Ahora nos rodeaba un sinfín de abejas. Inflamadas por el claro de luna, se arqueaban como una Vía Láctea encima de nuestras cabezas y tejían un escudo contra la oscuridad. Melonia las conducía. Ella parecía estar hecha de hojas y bruma y claro de luna. Caminaba en una nube de abejas, y tuve que mirar atentamente para ver que sus pies tocaban el suelo. Los hombres estaban boquiabiertos; también Rómulo, y sobre todo el estúpido Céler.

-¿Esa es tu dríade? —susurró—. ¡Parece una diosa!

Yo también estaba boquiabierto, pero menos por su belleza que por las manchas oscuras de su rostro -¿eran de sangre? y su túnica rasgada y desaliñada.

—No es nada -susurró ella al pasar—. Parte de mi plan. -Se dirigió a Rómulo. No le fue difícil reconocerlo, el más musculoso de los jóvenes y el único con una lanza.

-Rómulo -dijo-, hermano de Remo, te saludo. Cuando la puerta esté abierta, alzaré el brazo. Entra con tus hombres.

Antes que él pudiera cuestionar esas crípticas instrucciones, ella se marchó colina arriba hacia la puerta. Las abejas se arremolinaban sobre ella; el zumbido murió, los fuegos se extinguieron en la oscuridad.

-¿Qué se propone? -jadeó Rómulo-. Silvano, está loca.

-O es una bruja -exclamó Céler, mirándola.

Los hombres se estremecieron y cuchichearon. Algo se movía en el bosque. Formas inseparables de los árboles, invisibles, apenas audibles.-Algo respiraba.

-Estrigas -era el cuchicheo-. Vampiros.

-Lémures. ¡Los envió para que la siguiéramos!

Ahora ella estaba a mitad de camino de la puerta. -Guardias —llamó, la voz quebrada como por el dolor, pero suficientemente fuerte como para ser oída en las torres que flanqueaban la puerta—. Ayudadme. Estoy herida. —Cayó de rodillas — Ayudadme.

Silencio. Luego una voz, vacilante, tentativa. —¿Quién eres?

-Vengo de Veyes. Los lobos atacaron a mi escolta en el bosque.

Crujiendo, la puerta se movió hacia adentro sobre su macizo pivote de piedra. Una lámpara osciló en una de las torres, desapareció, reapareció en el suelo. El portador se detuvo en la entrada. Melonia se levantó, se tambaleó, cayó de nuevo. -Ayudadme. —El guardia caminó hacia ella, espada en mano.

Ella alzó el brazo.

-Nos cerrarán la puerta en la cara -gruñó Rómulo-. ¡No podemos trepar la colina a tiempo! -Pero no titubeó demasiado. Fueran cuales fueren sus defectos, no era cobarde. Exhortando a sus hombres, corrió colina arriba hacia la puerta. Yo corrí junto a él. La colina se hinchaba encima de nosotros, interminable y negra. Me sentí como un nadador en el hueco de una ola montañosa. ¿Llegaríamos a la cresta?

Arrodillado junto a Melonia, el guardia irguió la cabeza y nos vio. -¡Cerrad la puerta! -gritó. Echó a correr; la puerta se movió hacia adentro, monstruosa, implacable.

Luego una sombra cruzó la luna. Miré hacia arriba: mis orejas se irguieron. ¡Las abejas de Melonia! En una mortífera corriente ámbar llovían desde el cielo. Un grito, una agitación en la torre. La puerta calló con un gruñido, entreabierta.

Hundí los cascos en la hierba, aparté piedras, me lancé furiosamente hacia adelante. Rómulo tropezó y lo ayudé a incorporarse. A través de la puerta entreabierta, vi hombres en movimiento, el centelleo de una lanza, el remolino de abejas y bronce. Luego entramos en la ciudad. Las abejas se retiraron y nos dejaron librar nuestra batalla.

Un soldado me atacó, empuñando la lanza y sonriendo como los demonios de la muerte en las tumbas etruscas. Alcé mi honda y le pegué en los dientes. Se detuvo, un agujero negro y redondo donde habían estado los dientes, y me miró con fijeza. Manaba sangre del agujero. Como un arco roto, cayó a mis pies.

-Los superamos en número -gritó Rómulo-. ¡Están retrocediendo! —Lanzas agitadas, escudos apartados. La calle estaba vacía excepto por nosotros, frente a la puerta.

-¡Númitor! ¡Númitor es rey! -Rómulo inició el grito, y el resto lo continuó — ¡Númitor es rey! -Deslumbrados por una victoria demasiado fácil, nos abalanzamos hacia el corazón de la ciudad, el templo, el palacio, y Remo.

Pero la calle estaba bloqueada. Una fila de lanzas brillaba en nuestro camino, como los remos de una galera alzándose del mar en centelleante unidad. Uná pared de lanzas para frenar nuestro avance, y detrás otra, y otra, y al fin una fila de arqueros, hoscos como bronces etruscos. Los soldados que habíamos puesto en fuga eran pocos. Ahora debíamos enfrentar un ejército. Ya teníamos el cuerpo estriado de sangre. Habíamos gastado nuestro aliento en el ascenso y la lucha en la puerta. Habíamos perdido a algunos hombres, seis, según conté con una rápida ojeada a la calle. Estábamos fatigados, nos superaban en número, no teníamos armadura. ¿Cómo sacudir esas lanzas fijas e inmóviles?

-¿Dónde están las abejas? -exclamé-. Melonia, ¿dónde están tus abejas?

Luego vi los lobos que atravesaban la puerta e invadían la calle. Ahogados como gotas de lluvia, sus pies tocaban los adoquines. Mis fosas nasales temblaron con el olor de la pelambre, herboso y húmedo de bosque. Sentí una respiración caliente y olí carne putrefacta. Nos aplastamos contra las paredes para dejarlos pasar. Los lobos no nos prestaron atención. Fueron directamente hacia los soldados, las lanzas en ristre y los arcos tensos. Melonia y Luperca los seguían.

Melonia habló en voz tan baja que no pude entender sus palabras, o mejor dicho su encantamiento. Se dice que los príncipes etruscos, cuando cazan, embrujan a los animales con el sonido de las flautas y los conducen a sus guaridas. Parecía que la voz de Melonia ejercía semejante poder sobre los lobos. A veces, es verdad, un animal se resistía o amenazaba con apartarse de la manada. Pero Luperca, asombrosamente ágil, le mordía los talones y lo ponía de nuevo en la línea. La venerable loba que había amamantado a mi amigo en una caverna y la añoja dríade sin edad: ambas eran reinas.

La línea tembló, las lanzas oscilaron como remos engullidos por una ola. Los arcos largos y tensos se mecieron en los brazos de los arqueros. Y los lobos atacaron. Por encima de las lanzas ondeantes, un cuerpo girando en el aire. Lanzas alzadas para desviar su mortífera caída. La línea se rompió. Los arqueros no llegaron a disparar. Hombres y animales rodaban en la calle; las armaduras chocaban contra las piedras y tumbaban a los hombres; los animales les saltaban sobre el pecho y les desgarraban la cara desprotegida. Las lanzas eran inútiles, y más aun las flechas. Unos pocos tuvieron tiempo de usar dagas. La mayoría usaban las manos.

Algunos de los hombres se liberaron y echaron a correr. Los lobos los perseguían. Heridos, doloridos, los soldados se lanzaban contra las puertas y golpeaban pidiendo que los dejaran entrar. Las puertas permanecieron cerradas.

La ciudad había despertado. En los tejados ardían antorchas. La gente se agazapaba detrás de ellas y miraba el desbande de los tiranos que, pocas horas atrás, habían dominado Alba Longa. Una extraña procesión se formó: Melonia y Luperca con la manada de lobos, una nube de abejas sobre sus cabezas; Rómulo y sus pastores, alzando los cayados en señal de victoria.

Pero la marcha de un ejército es lenta, y Remo aún estaba en el palacio. Ignorando a los lobos, me acerqué a Melonia.

-Ven conmigo -rogué.

Ella asintió. -Luperca puede cuidar de los lobos.

En una nube de abejas, corrimos por el mercado de puestos silenciosos, donde mañana el vinatero vendería el vino y el granjero sus calabazas y uvas. Un soldado aterrorizado se apartó de nuestro camino. Un perro ovejero quiso mordernos pero, al oír los lobos, se perdió en un callejón.

El palacio estaba casi a oscuras. El templo de Vesta, enfrente, irradiaba una clara luz desde su hogar eterno. Los leones etruscos gruñían en broncínea impotencia. Ningún soldado los custodiaba. La puerta estaba abierta. Entramos al corredor central y, siguiendo una luz, doblamos hacia un salón.

-La sala de audiencias de Amulio -dijo Melonia. Señaló un cúrulo de oro y marfil elevado sobre una plataforma de piedra. Un alto candelabro, poblado de lámparas, arrojaba reflejos melancólicos sobre el tapiz que colgaba detrás del trono. Viendo que la sala estaba vacía, me volví para continuar la búsqueda. Melonia me detuvo.

-Perderemos minutos. Deja que mis abejas lo encuentren. -Alzó los brazos e inscribió en el aire una serie de círculos y líneas, como el revoloteo de las abejas cuando señalan las flores. Las abejas entendieron y abandonaron la sala.

Nos miramos. ¿Dónde estaba la poderosa hechicera que había abierto la puerta de una ciudad para dejar entrar el bosque? Como una golondrina tras una tormenta, maltrecha y magullada, se desplomó en el suelo. Le indiqué que se sentara en la silla.

-No -dijo ella-. Amulio se sentaba allí. -Miró las colgaduras color cereza detrás de la silla. Hasta la tintura es falsa. No es púrpura de Tiro, el color de los reyes, sino la tintura de las trompas marinas.

Me senté junto a ella y la acuné en mis brazos. -Todo saldrá bien -dije-. Pronto lo tendremos de vuelta.

-Ahora, tal vez. ¿Pero luego? El siempre sufrirá, siempre estará amenazado.

-Cuidaremos de él.

—Nosotros también somos vulnerables. Aún ahora añoro mis altas paredes de corteza. No puedo abandonarlas por mucho tiempo.

De pronto las abejas regresaron, volando en círculos en la puerta para llamarnos la atención. En el oscuro corredor, las perdimos de vista, pero el zumbido nos guió por varios recodos hasta una escalera que olía a rocas y humedad. Bajamos a un sótano iluminado por una sola antorcha, humeante y con olor a resina. La estancia, a través de una puerta enrejada, daba a una pequeña celda. La puerta estaba abierta de par en par. El cuerpo de Amulio, aferrando una daga, estaba encorvado como un sapo hinchado en el umbral. Remo se erguía en la celda, detrás del cuerpo.

-Vino por mí -dijo, aturdido.

-¿Y tuviste que matarlo?

-No. Ellas lo hicieron. -Señaló a las abejas que se habían posado en el jergón de la celda. Me arrodillé junto al cuerpo y vi las cuñas rojas, un centenar o más, y los ojos cerrados e hinchados.

-Abrió la puerta y dijo que mis amigos venían; quería tomarme como rehén. Retrocedí. Desenvainó la daga, y ellas lo atacaron desde atrás como miles de hondazos. Se frotó los ojos, gruñó y cayó al suelo. Entonces llegasteis.

-Las abejas te aman -dijo Meloniac con orgullo-. Tal vez algunas vengan de tu propia colmena. Intuyeron el peligro.

El hundió la cara en el cabello de Melonia y ella lo abrazó con exquisita ternura. Por primera vez, amé el hecho de que él la amara. Parecían dos niños, entibiándose en su abrazo y olvidando que el amor, por fuerte que sea, también es breve, porque está sujeto a las fragilidades de la carne. Yo quena envolverlos en el círculo mágico de mi propio amor y desviar, como una hilera de escudos, todas las flechas amenazadoras. Pero yo era un fauno, más perecedero que los hombres.

Al fin ella se apartó de él. —Qué pálido te has puesto, encerrado en el palacio. En un solo día, te marchitas como un loto.

—Venid -dije yo—. Debemos encontrar a Rómulo. Está muy preocupado. —Subimos la escalera.

El palacio estaba atestado de hombres. Proyectando sombras en los tapices de las paredes, recorrían las habitaciones con antorchas y se sorprendían ante tesoros que, para los ojos de un pastor (y también para los míos), rivalizaban con las riquezas de Cartago. Un abanico de plumas de pavo real. Perlas grandes como bellotas. Un espejo cuyo mango era el cuello de un grácil cisne. No se veían guardias ni sirvientes. Debían de haber huido ante nuestra llegada, y el palacio lucía tentadoramente accesible. Los pastores parecían olvidar que habían venido a liberar y no a saquear.

Encontramos a Rómulo en la sala de audiencias de Amulio, y debo señalar que él no estaba saqueando sino, antorcha en mano, tratando de organizar la búsqueda de Remo. Tenía dificultades; sus hombres mostraban más interés en los tesoros encontrados que en los hermanos perdidos. Cuando nos vio, aulló como un galo en tren de guerra. Arrojándome la antorcha, alzó a su gemelo del suelo y lo abrazó con ardor fraternal. A menudo parecía el más tosco de los. guerreros, un lobo joven e impulsivo que, a pesar de su tierna edad, de algún modo había salteado la juventud. Pero con Remo no sólo era joven, sino juvenil, y sólo con Remo podía agradarme.

-Hemos tomado la ciudad -exclamó, mientras yo nivelaba la antorcha y me protegía los ojos de la resina chisporroteante-. -¡Hermano, Alba Longa es nuestra!

-Y de Númitor-nos recordó Remo-. ¿Alguien ha visto al rey?

Lo encontramos en úna sala en el fondo del palacio, en un diván, la barba blanca extendida sobre un cobertor carmesí. Había dormido mientras caía la ciudad, y aún se creía dormido cuando Remo le explicó lo sucedido y dijo: -Este es tu nieto, Rómulo.

Al fin el sueño se le borró de los ojos. Le tendió los brazos a Rómulo, aunque obviamente no se sentía a sus anchas con este nieto fornido y musculoso que olía a lobos y sangre, que venía a él desde el bosque.

Rómulo y Remo alzaron al rey y, con Melonia y conmigo, se dirigieron a la puerta. A lo largo del camino, en corredores y recámaras, Rómulo reunió a sus hombres, y una numerosa procesión salió del palacio. Más allá de los leones etruscos, más de una veintena de pastores holgazaneaban o estaban sentados en la calle, apostados allí por Rómulo y aguardando su señal para entrar en el palacio. Observaron a Númitor con vaga curiosidad.

En el tejado de las casas, los habitantes de la ciudad también aguardaban. Pero los lobos de Melonia aún merodeaban las calles, y las timoratas gentes de Alba Longa, aunque visiblemente conmovidas ante la presencia de Númitor, aún no estaban prontas para arriesgarse a bajar.

Rómulo se adelantó con Númitor y alzó el brazo del viejo rey en el aire. —¡Pueblo de Alba Longa, recobráis a vuestro rey!

Con un ligero movimiento, Númitor se liberó del abrazo de Rómulo y permaneció solo. Irguió los hombros encorvados y alzó la cara curtida. Olvidando su timidez, los habitantes vivaron como si ellos mismos lo hubieran devuelto al trono. Los pastores callaban; no querían a Númitor sino a Rómulo. ¿Habían luchado para devolver el trono a ún viejo que lo había perdido antes que ellos nacieran? Observé el rostro de Rómulo y vi su impaciente deseo de que Númitor hablara al pueblo para abdicar en favor de sus nietos. El Lobo había actuado honorablemente; había proclamado rey a su abuelo. El próximo movimiento correspondía a Númitor.

Entretanto, Melonia nos había abandonado. La vi en la calle con Luperca, reuniendo a sus lobos y abejas como un pastor reúne ovejas. Remo la vio también, pero ella meneó la cabeza: no debía seguirla.

-Está cansada -susurré-. Necesita su árbol.

—Pueblo de Alba Longa -decía Númitor en voz clara y resonante-, Amulio ha muerto. Mis nietos han vuelto a mí. Un cayado en mi vejez, me ayudarán a vivir mis últimos años, a gobernar sabiamente, aunque sea por breve tiempo. Como rey de Alba Longa, declaro una amnistía para todos los que respaldaron a Amulio. Terminaré mi reinado en paz, tal como lo empecé. Los años intermedios quedan en el olvido. -Hizo una pausa, o mejor dicho adoptó una pose, alzando los brazos con el estudiado ademán de un mimo. Al parecer un rey, aún en el exilio, nunca olvidaba los gestos de la realeza.

La ovación fue vehemente.

-¡Viva Númitor!

-¡Rey de Alba Longa!

La gente bajó de los tejados y se abrió paso entre los hombres de Rómulo hasta los pies del rey restaurado. Remo me cerró la mano sobre el hombro. Rómulo palideció. Un murmullo, inadvertido en la ovación general, corrió entre los pastores. Habíamos rescatado a Remo; para mí era suficiente. Pero los pastores querían más, y con justicia, mientras que Rómulo y Remo habían soñado con el trono desde la niñez.

Las fuerzas del viejo flaqueaban. -Llevadme a la cama, nietos míos. Decid a vuestros hombres que las bondades del palacio les pertenecen. Los vinos, las frutas, los venados. Mañana gobernaré… con vuestra ayuda. Ahora dormiré.

Mientras Númitor dormía y los hombres de Rómulo recorrían el palacio, una salchicha en una mano, un racimo de uvas en la otra, Rómulo, Remo y yo hablábamos en el jardín. Los junquillos, labrados cálices de oro durante el día, habían palidecido con la luna, volviéndose de plata, y parecían derramar claro de luna en la piscina.

Por una vez, Céler estaba ausente de nuestro consejo. Rómulo nos aseguró que no estaba herido, pero nadie lo había visto desde el discurso de Númitor a su pueblo. -Andará atrás de alguna mujerzuela -mascullé.

Nos pusimos a hablar de Númitor.

-¿Viste su entusiasmo? -preguntó Remo-. ¡Reinará durante años!

—Entonces construiremos nuestra propia ciudad -anunció Rómulo-. Aunque reinemos con Númitor, no podemos actuar a nuestro modo en Alba Longa. ¿Qué cambios podemos hacer mientras un viejo conserva el trono? Su pueblo no aceptará cambios mientras él viva. Han tenido un tirano; ahora quieren un figurón venerable. Que tengan lo que quieren. Construiremos nuestra ciudad en el Palatino. Ya tenemos un círculo de chozas. Añadiremos una muralla, un templo para Marte, luego una sede de gobierno…

-Y un altar para nuestra madre -dijo Remo, entusiasmado con el plan-. Un templo para Rumina y un parque para los pájaros y animales. Sin embargo, Rómulo, creo que el Palatino no es la mejor colina. Es verdad que ya están las chozas. Pero algunos de los propietarios son ladrones y asesinos, como bien sabes. Que conserven sus chozas, pero en la nueva ciudad no habrá sitio para los de esa calaña. ¿Por qué no construirla en el Aventino? Tiene casi la misma altura, está más cerca del bosque de Melonia y sus amigos, que nos dieron la victoria.

—Pregunta al padre Marte quién nos dio la victoria -replicó Rómulo-. Melonia ayudó, es cierto. Pero mis pastores, Remo, tomaron la ciudad. Los hombres que llamas ladrones y asesinos.

-Hombres como Céler son buenos guerreros —admitió Remo—. Pero no buenos ciudadanos. No quiero faltarle el respeto, Rómulo, pero ¿lo imaginas adorando en un templo o sentado en la cámara del senado? Dale una mujer y rebaños, pero déjalo en el Palatino. ¡Construye nuestra ciudad en el Aventino!

—Pedid una señal del cielo —interrumpí. Los dioses, pensé, favorecerían a Remo, que los adoraba a todos y no sólo al dios de la guerra-. Consultad el hígado de una oveja, como hacen los augures etruscos, u observad los pájaros del buen agüero.

—Muy bien -dijo Rómulo a regañadientes-. Pediremos una señal. Una madrugada, la mejor hora para los augurios, subiremos a nuestras respectivas colinas y observaremos el cielo en busca de buitres, las más afortunadas de las aves. Quien vea más escogerá su colina para nuestra ciudad. Ahora, hermano mío, vamos a dormir antes que riñamos.

Los divanes abundaban en el palacio; elegí uno con patas de águila y me dormí, soñando con buitres.

 

V

Con menos resistencia de la que los hermanos había previsto Númitor recibió la declaración de que ambos deseaban construir una ciudad en el Tíber. Advirtiendo sin duda que semejante ciudad constituiría un obstáculo entre Alba Longa y los etruscos —ahora amigables, pero en expansión—, Númitor prometió enviar obreros y materiales, y ya había comprado los rebaños de Tulio y los había cedido a los gemelos que por mucho tiempo habían sido sus pastores.

Pero primero se debía elegir un sitio. Al amanecer, tres días después de la captura de Alba Longa, Remo y yo estábamos en la cima del Aventino, buscando buitres. Se había escogido ese día porque estaba consagrado a las Pales, deidades pastoriles que habían dado su nombre al Palatino. Antes del amanecer, Remo había fumigado sus rebaños con azufre para ahuyentar los espíritus malignos y había alfombrado los pesebres con ramas de madroño, amado por las cabras, y guirnaldas de mirto y laurel. Más tarde los pastores del Palatino brincarían sobre hogueras y, mirando hacia el este, rogarían a las Pales. Un día afortunado, al parecer, para los augurios. Pero ¿para quién?

-Me pregunto por qué los dioses gustan de los buitres -dije, arrugando la nariz mientras imaginaba a los pájaros en un festín-. Criaturas tan desagradables.

Remo rio. —Desagradables, sí. Pero útiles. Libran el bosque de cadáveres, y nunca matan.

-¿Por dónde vendrán?

-Tal vez no vengan. Son muy raros en esta comarca. Melonia aconseja que observemos el río, donde los animales van a beber y morir.

Él la había visitado diariamente desde la caída de Alba Longa. Su nombre se había vuelto grato aun para mis oídos. En vez de su habitual taparrabos, él vestía una túnica, casi sin mangas, que le caía justo debajo de los muslos, tejida por la dríade con cañas y hojas. Pronto se marchitaría, pero Melonia le había prometido una prenda de lana del color de las hojas para reemplazarla. -Ahora formas parte de mi árbol -había dicho ella-. Hojas verdes, túnica verde. Llevas el bosque contigo.

-Pero ¿cómo sabrá Rómulo si realmente vemos la cantidad que decimos?

-Aceptará nuestra palabra -dijo Remo, sorprendido.

-¿Y tú aceptarás la de él?

-Por cierto.

-Para él es muy importante construir en el Palatino.

—Lo sé. Pero jamás nos mentiría.

-Remo, ¿alguna vez has pensado en construir tu propia ciudad… sin Rómulo? No será fácil gobernar con él. Si ganas tu colina, será aun más difícil. ¿Y cómo te librarás de hombres como Céler? ¿O cómo lograrás que se comporten si son incluidos?

—Construiré con Rómulo o no construiré. Es mi hermano. ¿Te das cuenta, Silvano, de que compartí con él el mismo seno materno? Nunca hemos estado separados.

—Lo amas profundamente, ¿verdad?

—Es uno entre tres. Tú, Rómulo, Melonia. Amo a Melonia como a alguien más allá de mí, una diosa o una reina. Hojas verdes en las ramas más altas de un árbol. La amo con reverencia y un poco de tristeza. A ti te amo, Silvano, como alguien cercano y entrañable. Un fuego en una noche fría. Hogazas de cebada cociéndose en el hogar. Tú nunca me juzgas. Contigo soy casi más yo mismo. ¿Y Rómulo? Las columnas de piedra de un templo. El bronce de un escudo. Cosas duras, sí. Pero fuertes y necesarias.

-Tú eres muy diferente de Rómulo. Él no es siempre un escudo. Él es… -escogí mis palabras con cuidado, pues no deseaba ofenderlo-. Él es impetuoso en ciertos sentidos.

-Lo sé -dijo con tristeza-. Y yo trato de frenar ese ímpetu. A cambio, él me da coraje.

-¿Coraje, Remo? Tus propias agallas son suficientes. Nunca te vi titubear cuando sabías que era lo correcto.

-Tú no puedes ver mi corazón. ¡A veces brinca como una langosta! Pero Rómulo no tiene miedo.

Entonces tú eres el más valiente, pensé. Tú dominas el miedo, mientras que el coraje de Rómulo es irreflexivo, instintivo. Pero no dije nada; él sólo se habría burlado de sí mismo.

Y entonces los vimos: muy alto por encima de la turbulencia anaranjada del Tíber, seis buitres volaban hacia el norte. Aves torpes, desagradables -yo no había cambiado de parecerpero, oh, cuán bienvenidas.

-Remo, has ganado! -exclamé-. Aun si Rómulo las ve, nosotros las vimos primero. Vuelan hacia él, no desde allá.

Corrimos colina abajo y trepamos por el Palatino, pocos cientos de yardas al norte.

-Despacio, Pájaro Carpintero -grité—. Esa túnica te ha dado alas.

Él rio y se arrancó una hoja de la cintura. -¡Toma mis plumas y vuela!

En un remolino de hojas y polvo, irrumpimos en el círculo de chozas y encontramos a Rómulo, que esperaba en la parte más elevada de la colina con un pequeño grupo de hombres.

-¡Seis! -exclamó Remo—. ¡Rómulo, vimos seis al mismo tiempo!

Rómulo pareció sorprendido, pero habló con calma. -También nosotros. Justo antes que llegarais. -Su rostro revelaba al fin el nacimiento de una barba, una pequeña V negra bajo la barbilla. El muchacho ambicioso, impaciente en su espera, se había convertido en un hombre que, no menos ambicioso, había dejado de esperar.

-Deben de haber sido los mismos seis. Volaban hacia aquí.

-No importa. Aún cuentan.

-Entonces hemos empatado.

-No -intervino Céler-. Nosotros vimos doce. -Torció la boca en la caricatura de una sonrisa, pero sus oios chatos estaban fríos.

-¿Doce? ¡Nunca hubo tantos cerca de estas colinas!

Rómulo iba a hablar, pero Céler continuó. -Hoy los hubo. Los seis que acaban de pasar y, antes que ellos, seis más. Aun más grandes… grandes como águilas. Volaron en círculos dos veces para asegurarse de que los viéramos. Enviados por los dioses, ¿verdad, Rómulo?

-¿Es verdad? -preguntó Remo a su hermano.

Rómulo se exasperó. —Claro que es verdad. Céler te lo ha dicho. Y puedo construir la ciudad donde yo decida.

Remo palideció y habló con esfuerzo. -Constrúyela pues. -Debía de ser claro para él que Céler había mentido y que Rómulo, aunque vacilante al principio, había repetido la mentira. -Silvano -me dijo a mí-. Voy a la caverna.

Echamos a andar colina abajo. A nuestras espaldas Rómulo daba órdenes. -Encontrad un toro y una novilla. Marcaremos con un surco los límites de la nueva ciudad. Pero primero celebraremos la festividad de las Pales. Céler, abre el vino. Y el resto, preparad hogueras.

Los hombres gritaron burras y pusieron manos a la obra. Después del festín, Rómulo unciría los animales a un arado con punta de bronce y los conduciría alrededor de la base de la colina donde se proponía construir las murallas, dejando un espacio para la puerta. La superficie encerrada por el surco sería terreno afortunado. Quien cruzara el surco en vez de entrar por la puerta designada atentaría contra la suerte de los constructores y permitiría la invasión de espíritus hostiles.

Remo calló hasta que llegamos a la caverna. Se acostó en el jergón y Luperca, como si oliera problemas, se tendió junto a él.

—Puedes construir tu propia ciudad —sugerí.

—No, ayudaré a Rómulo. Pero primero debo comprenderlo.

—Sé cómo te sientes. Tu colina era la mejor.

Me miró. -La colina no es importante. Rómulo mintió. Eso es lo importante. Está construyendo la ciudad sobre una mentira y los hombres lo saben.

-Nadie se opuso. Les gusta el Palatino.

-Eso es lo malo. Lo sabían y no dijeron nada.

Lo dejé solo toda la mañana y esperé bajo la higuera. Una vez miré hacia la caverna. Tenía los ojos abiertos, pero no parecía verme, ni oír los festejos en la cima de la colina.

-Rumina —dije, más conversando que orando—. Tú eres la diosa de los animales lactantes. Pero tu árbol se yergue a nuestra puerta. Olvida por un tiempo a los corderos y ayuda a mi amigo.

En la tarde, trepé a la higuera y tomé un poco de miel en un cuenco redondo, de arcilla. Las abejas, intuyendo tal vez para quién era (o instruidas por Rumina misma), no se opusieron. En la caverna me arrodillé junto a Remo.

-Cómela -dije de mal humor-. Ya has meditado bastante.

El sonrió, se incorporó y tomó el cuenco. Se lo llevó a los labios como si fuera leche, pues amaba la miel de sus propias abejas, y vació el cuenco.

-Ahora –dijo ayudaré a Rómulo con sus murallas. Pero antes quiero ver a Melonia.

-Te esperaré aquí.

-No, ven conmigo.

-Sin duda querréis hablar a solas. ¿A quién le interesan las grandes orejas de un fauno en tal ocasión?

—Ella ha llegado a amarte. Además… —La sonrisa se le borró. —Quiero que estés conmigo. Es algo que siento… soledad, miedo, no sé bien qué. Te quiero conmigo.

En el bosque más allá del Aventino, nos topamos con Céler y tres de sus amigos, apoyándose unos en otros y batiendo las matas con tanto bullicio que los lagartos turquesa volaban en todas las direcciones. Al vernos se detuvieron, y Céler lució más sobrio por un instante. Sonrió forzadamente. -Orejas Grandes y Pájaro Carpintero -dijo-. Os perdisteis nuestra fiesta. Los dioses se ofenderán.

-Ya están ofendidos -dijo Remo, sin detenerse—. Pero no por Silvano ni por mí. —Los festejantes emprendieron el regreso al Palatino con asombrosa firmeza.

De pronto recordé que Céler me había preguntado dónde estaba el árbol de Melonia. Yo no le había dicho, pero la noche de los lobos él había desaparecido de Alba Longa. Me pregunté si la habría seguido hasta su casa y hoy, envalentonado por el vino y los amigos, habría regesado para invadir el árbol. -Remo -dije-, ¿piensas que ha encontrado el árbol?

Echamos a correr. Las ramas del roble de Melonia se extendían como una ciudad que ha crecido sin planificación, los templos y arcadas confundidos en tosca belleza. Desde lejos, nada sugería una invasión.

Nos acercamos al tronco.

—Esa rama baja-dijo Remo tensamente-. Creo que empieza a marchitarse.

-Muy poco sol -dije, pero sin convicción.

Se puso a llamar. -¡Melonia! ¡Melonia!

Examiné el suelo buscando rastros de fuego u otro medio de ataque, pero el tronco estaba intacto. Alrededor del altar, sin embargo, había señas claras de Céler y sus amigos: junquillos aplastados, piedras volcadas y, sí, habían entrado en el túnel; apestaba a vino.

El silencio y el desorden reinaban en el cuarto de Melonia. A ella la encontramos junto al diván, un cuerpo menudo y blanco ennegrecido por magulladuras y tendido, incongruentemente, en un lecho de pétalos de narciso. Remo la acostó en el diván y le alisó el cabello enmarañado, donde los pétalos se habían adherido como para echar raíces en su generosidad. Ella abrió los ojos.

-Pequeño pájaro -dijo-. ¿Quién cuidará de ti? -Eso fue todo.

Él le cubrió el cuerpo con pétalos y le besó la boca, que ya no podía sentir las magulladuras. -Nunca pensé que viviría más que tú -dijo.

Volví la cabeza pero oí su llanto. ¿O era la columna de abejas que entraba por la ventana abierta, el bosque llorando a su reina, y por el rey que la había amado? Los pastores dicen que las abejas dicen sólo lo que está en nuestro corazón: nuestra congoja, nuestra alegría, no la de ellas. Que el murmullo es siempre igual, y somos nosotros quienes lo oscurecemos o aclaramos con nuestro ánimo. Tal vez, pues, yo oía mi propio llanto.

La dejamos en el árbol con las abejas. -Ella no querría que la sacaran -dijo Remo-. El roble muere. Irán a la tierra juntos.

Miramos el árbol y ya parecía que el deterioro trepaba hacia las verdes y soleadas torres. -¿Oíste lo que dijo? -preguntó Remo.

Le apreté la mano. -Sí. Sí, pequeño pájaro.

Cuando llegamos al Palatino, Rómulo había dispuesto a sus hombres alrededor del pie de la colina. En un corto espacio, la puerta había dejado la tierra intacta. Totalmente desnudo bajo el caliente sol de abril, se inclinaba sobre el arado, los muslos macizos perlados de sudor. Le rodaban gotas por la barba. Lucía muy fatigado, y muy majestuoso.

Con piquetas y palas, los pastores estaban trabajando dentro del círculo. Rómulo había capturado el numen, o magia de los dioses. Ahora debían construir murallas y proteger la magia. Cantaban mientras cavaban. Céler y sus amigos con más fuerza que los demás:

Rómulo, hijo de Marte, el dios de la lanza.

Criado por la loba gris…

Céler interrumpió su trabajo al vernos. Soltó la pala.

Deteniéndose fuera del círculo, Remo exclamó: -Rómulo, tus murallas son inútiles, la suerte se ha ido. ¡Hay un asesino dentro! -Saltó sobre el surco. Los pastores lo miraron horrorizados. Yo mismo, cerca de la puerta, me sorprendí de su atrevimiento. Se lanzó sobre Céler. Céler recobró la pala pero Remo lo detuvo, se la arrebató de las manos, y lo tumbó con un golpe en el hombro.

Rómulo tomó la pala del pastor que tenía más cerca. -¡Idiota! -le gritó a Remo-. Eres tú quien ha malogrado nuestra suerte. Lucha conmigo, no con Céler.

—Apártate de mí -advirtió Remo. Pero no hizo nada para defenderse de Rómulo; esperaba a que Céler, aturdido pero consciente, se pusiera de pie.

Rómulo lo golpeó con el dorso de la pala. Vi los ojos de Remo. Sorpresa, eso era todo. No miedo ni furia. Entonces cayó. En el bosque, una vez, oí el grito de una loba cuando un pastor le mató los cachorros. Todo dolor, todo ansiedad. Un grito de los órganos vitales del cuerpo, como si la roja y rápida palpitación pudiera arrebatar los cachorros de la muerte. Así gritó Rómulo, arrodillándose junto al hermano. En el pelo de Remo, las manchas eran de tierra, no de sangre; el suelo se mezclaba con los girasoles. Pero el tallo estaba roto.

Tomé la pala de Remo. -Levántate -le dije a Rómulo-. Voy a matarte.

Él me miró a través de las lágrimas. -Silvano, ojalá lo hicieras.

Creo que fue Remo quien frenó mi mano. Nacidos de un mismo seno materno, había dicho Rómulo, su hermano, su columna y escudo de bronce. En vez de matarlo, me arrodillé a su lado. Turbados y repetuosos, los pastores nos rodearon, y Fáustulo apoyó la mano en el cuello de Rómulo.

-Hijo mío, no querías hacerle daño. Déjame preparar el cuerpo para la sepultura.

Rómulo meneó la cabeza. —Primero debo hacer las paces con él.

-¿Y tú, Silvano?

-Permaneceré con Remo.

Los hombres treparon la colina. La luz del sol se desvaneció y las sombras vinieron a velar con nosotros. En alguna parte una vaca mugió con tranquila insistencia. Es tarde, pensé. Espera a que Remo la ordeñe.

-Debe tener un sitio para la noche-dije-. Nunca le gustó la oscuridad.

Rómulo se movió. Creo que se había olvidado de mí.  -¿La caverna?

-No. Allí estará solo. Lo llevaremos al árbol de Melonia. Céler la mató, sabes… él y sus amigos.

Me miró con atónita comprensión. -Por eso Remo lo atacó. Morirán por esto, Silvano.

En la caverna encendí una antorcha con fragmentos de pedernal y regresé a ver a Rómulo. Luperca me siguió. Rómulo le acarició la cabeza.

-Vieja madre -dijo-, tú también lo amabas. -Alzó a su hermano y lo sostuvo ligeramente, el pelo de Remo contra la mejilla. Su pelo huele a trébol.

-Lo sé.

Caminamos despacio (Luperca estaba muy débil) y llegamos al fin al árbol. Temblorosa pero callada, ella esperó frente a la caverna.

Lo tendimos en el diván junto a Melonia. Apreté la mejilla contra el hombro donde, en mi niñez, había buscado calor y amor. Le crucé los brazos como si fueran alas plegadas.

-Pequeño pájaro -dije-, le recriminaste a Melonia tener que vivir más que ella. Pero soy yo el que recibió tu castigo. Toda tu vida fue amor… excepto esto. ¿Dónde está tu ciudad, amigo?

—En mí -repuso Rómulo.

Me volví furiosamente hacia él. -¿En ti? -Luego lo lamenté. Le corrían lágrimas por los ojos. No intentó ocultarlas. Pensé que iba a caerse y tendí la mano. Él la aferró y conservó el equilibrio.

-¿Crees que sólo quiero murallas y ejércitos? -dijo-. Al principio era así. Esta mañana era así, cuando mentí sobre las aves. Pero entonces tenía a Remo; parecía que lo tendría siempre. Hiciera lo que hiciese, él me amaría siempre. No necesitaba más gentileza que la de él. Ahora se ha ido… a menos que lo capture en mi ciudad. Una gran ciudad, Silvano. Los hombres la llamarán Roma, por mí, y sus legiones conquistarán el mundo: Cartago y Cerdeña, Karnak, Sidón y Babilonia. Pero sus carreteras no sólo llevarán ejércitos sino leyes, no sólo conquista sino sabiduría. ¿No ves, Silvano? Remo vivirá en nosotros y la ciudad que construyamos. ¡Regresa conmigo, pequeño Fauno!

¿Dónde está el pájaro de fuego? En la alta y verde llama del ciprés veo su sombra, aleteando con las golondrinas. En la ciudad que puebla el Palatino, donde los faunos caminan con los hombres y los lobos son alimentados en los templos, oigo el roce de sus alas. Pero ésa es su sombra y su sonido. El pájaro en sí se ha ido. Sus alas baten siempre más allá de mis manos, y el viento posee su grito. ¿Dónde está el pájaro de fuego? Mira, arde en el cielo, con Saturno y la Edad de Oro. Iré a encontrarlo.

 

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