Dónde Iremos a Parar

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Andaban en ascuas los paisanos

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DONDE IREMOS A PARAR

Por Pablo Colombo

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Dónde Iremos a Parar Humor a la Wargon IX

Dónde Iremos a Parar

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Érase un vez en  la provincia de Salta. Érase en Salta la ciudad de Coronel Castilla cabecera de departamento y otra Ciudad Leguizamón, sobre el río Calchaquí, que  como era casi tan grande que la ciudad cabecera competia con ella y buscaba la primacía. Sobre esta magro telón se despliega la historia.

Un día llegó a Castilla, desde Salta capital, un don inesperado: ¿televisores!

-¿Qué vamos a hacer con estos televisores?¿Para qué los queremos? -preguntó un empleado municipal.

-Parece ser cosa cierta que en la ciudad capital se han decidido a tomarle el pelo a la gente -respondieron.

-Habrá que ver si en Leguizamón recibieron la misma porquería.

-¡Qué les van a mandar a esos! No sirven ni para prender un televisor.

 

Los empleados municipales de Coronel Castilla cerraron las cajas que guardaban las pantallas de tres computadoras y llamaron a Salta Capital para que les informaran qué significaba ese atropello. Tuvieron mala suerte: el día anterior había caído la única lluvia del año y les fue imposible comunicarse. “A las privatizaciones hay que esperarlas”, se dijeron; “con ENTel era peor”. Los salteños, se sabe, son gente tranquila.

-Llamé a Salta -dijo el intendente de Castilla. -Parece que hemos estado meando afuera del tarro.

No siempre académico, solía expresarse con claridad. Estaban recopilando datos para el censo económico de Castilla y el intendente, que era más vivo que el hambre, vio la oportunidad para imponerse sobre Leguizamón: serían los primeros en usar la nueva tecnología.

En Leguizamón pusieron el grito en el infierno:

-¿Hasta cuándo este gobernador abusará de nuestra paciencia? ¡Escríbale una carta, doctor!

. -No, voy a hacer algo mejor: voy a escribir directamente a Menem. Ese hijo de cuchi va a saber con quién se metió.

El delegado municipal de Leguizamón, Francisco Palavecino, era un escribano muy versado en historia, poeta aficionado y azote del yugo de Castilla, justo en el quinto centenario de la Conquista.

Pero Presidencia no quería líos en un tema tan local. “Sugirió” mandar alguien a Buenos Aires para aprender a usar el correo electrónico.

-¿Correo electrónico? -se reían en Castilla, ¡Si no andan los teléfonos!

-Y además no tienen computadoras.

-Ya van a tener -dijo Dávalos. -Ese Palavecino tiene muchos contactos. Lo que tenemos que hacer es pedir que nos manden una línea de teléfono y que alguien vaya a Salta para ver cómo se usa el mail.

La competencia estaba dando sus frutos en el valle del Río Calchaquí. Muy pronto llegó el cableado de Telecom a Coronel Castilla, el cultivo de limones a Leguizamón y se instalaron tres nuevas turbinas en la represa hidroeléctrica. Era, en la escala local, una considerable revolución productiva.

Los festejos del Día de la Raza se venían preparando con mucha diligencia; Comandante Leguizamón primereó a Castilla por amplio margen, al presentar la “Memoria y Balance de los Primeros Cinco Siglos de Dominación de Castilla sobre Comandante Leguizamón” (el Dr. Palavecino a la hora de plantear un asunto no se detenía ante la desmesura).

La respuesta de Coronel Castilla tardó pero fue implacable: “Historia del Poblamiento del Departamento de Coronel Castilla, desde la Cabecera y hacia los Poblados de Comandante Leguizamón y Otros Caseríos de Este Lado del Río Calchaquí”.

A estas alturas, el contencioso había alzado la vara tecnológica de ambos pueblos, con procesadores AT y máquinas de Fax, impresoras láser, con matriz de puntos y los primeros scanners. Decidir dónde se celebraría el día de la Raza requirió de más negociaciones que para el Tratado de Camp David. Finalmente, el Dr. Palavecino aceptó concurrir a Castilla con un texto cuidadosamente redactado donde plantearía la independencia de Leguizamón como un reclamo irrenunciable.

El 12 de octubre de 1992 todo se desarrolló según las normas, solo alteradas por algún exceso poético del Dr. Palavecino. A su lado, Jorge Dávalos asentía con gravedad.

-Este festejo inverecundo en tierras irredentas me recuerda que aún se yergue el pendón de la Conquista -dijo Palavecino con indignación. – Aún blande el godo su tizona sobre el testuz de las vernáculas muchedumbres.

-¿Y dígame, usted ve muchos godos por acá? -respondió Dávalos risueño. -¿Y los indios dónde están?

-Acá estamos todos -respondió Palavecino. -El que no lo ve es porque no quiere.

-Bueno, si estamos todos que vayan sirviendo nomás las empanadas -aprobó Jorge Dávalos.

Justo a tiempo: al terminar octubre, la represa hidroeléctrica, privatizada, salió de servicio por antieconómica y ambos pueblos se quedaron a oscuras. Los faxes y procesadores de Leguizamón y Castilla necesitaron una línea desde Salta, que nunca llegó. Esperaron 40 días y 40 noches; la gente, con un hartazgo cinco veces centenario, no se limitó a decirse “dónde iremos a parar”.

Prendieron fuego la Municipalidad, incendiaron el Concejo Deliberante y ardieron la sede de Edesa y de la represa hidroeléctrica. Jorge Dávalos huyó escondido en el baúl de un auto, el juez se salvó en ancas de su Capataz y Único Peón y sacaron corriendo al Dr. Palavecino. Perdidos en la oscuridad, los pueblos se reencontraron por la luz de las hogueras. Es que los salteños serán gente tranquila, pero la fogata en el valle no estaba de solo estar.

 



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