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Yo tampoco entendí.
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LA MONGA
Por Gabriela Martínez
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Anunciaban la llegada a Córdoba de “LA MONGA”, un verdadero suceso que prometía terror en demasía de la mano de una mujer hermosa que, por algún motivo, se convertía en una gorila desequilibrada que rompía todo y descargaba su ira en escena, incluyendo al público. Yo me enteré por comentarios de unas compañeras en un recreo. Tenía ocho años y la idea me obsesionó.
Llegué a casa esa tarde y, exaltada, le pedí a mi mamá que me llevara a verla. Ella pidió que le ampliara el tema mientras se trababa en lucha con los brotes de unas papas que se convertirían en puré. Le resumí de qué se trataba la puesta en escena mientras saltaba alrededor de ella. Sin mirarme, me respondió que no había un peso, menos para esa boludez.
Faltaban unos días, tenía tiempo de lograr mi cometido y puse toda mi neurosis al servicio de la causa, incluyendo súplicas a mi papá, que nunca supo quién era yo, menos “LA MONGA”. No me importaba, yo necesitaba ser testigo de esa transformación alucinante, histórica. Pasaron los días.
Papá cobró la quincena y escuché cuando le dijo: “Llévala a ver esa mierda”. Mamá alegaba que era un gasto inútil puesto que yo era tan cagona como él y no me iba a bancar eso.
Se produjo una discusión entre ellos cuyo resultado fue: Gabriela: 1 – Madre: 0. ¡Vamos carajo! Yo me salí con la mía.
Durante los próximos días, yo me dediqué a hacer alarde entre mis compañeras; no quedó nadie que no se enterara de que yo sí iría a ver el increíble espectáculo.
Era un sábado a la siesta. Salí de casa hacia la parada del colectivo llevada por los empujones y el silencio peligroso de mi madre. Yo iba muy feliz por el plus que me daba la valentía de animarme además de haberme salido con la mía.
Ya en el lugar una estructura gigante, un cartel que mostraba a esa mujer fisicoculturista y luego a la gorila enojada de colmillos ensangrentados, la boletería y una larga fila. De fondo unos rugidos aterradores provenientes de unos parlantes alternados con gritos humanos estremecedores. Íbamos entrando por tandas y el que entraba no salía. Un hombre de raza negra con traje blanco era el patovica de “LA MONGA” y se aseguraba de que la pases realmente mal puesto que no te dejaba abandonar el lugar hasta que él lo decidiera. Yo había comenzado a arrepentirme pero sabía que no me convenía decírselo a mamá. Intenté dominar el miedo.
A medida que nos acercábamos al ingreso, el corazón me galopaba más rápido. Algunos salían llorando, los niños todos.
De repente estábamos en el próximo grupo que ingresaría y decidí sincerarme con mi mamá, a sabiendas de que no me esperaba nada bueno.
Tomé coraje: “Mamá, no me animo a entrar, me quiero ir”, le dije. Automáticamente ante mis ojos la antítesis de la Mujer Maravilla: la transformación pero de mi vieja. Mirando al cielo con los ojos inyectados de sangre y como haciendo una sentadilla gritó: “¡Hijaaa de puuutaaa!” Mientras le saltaban los botones de su camisa de bambula estampada y se le agrietaban los mocasines. Dando giros, me levantó de un brazo por los aires. La gente pensaba que era promoción del espectáculo pero en realidad era yo siendo aventada por la furia de mamá.
Los gritos y rugidos eran incesantes al igual que los revoleos y puteadas de mi madre.
Creo que me hubiese convenido ser atacada por “LA MONGA”, al menos hubiese sido un ratito y el resultado hubiese sido el mismo: mi pullover deshilachado y unos mechones menos de pelo.
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