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Ojo. No sucumbir a las paellas caras
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ANIMALITOS DE DIOS
Por Gabriel Steinberg
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No sé qué pasará por la cabeza de los guionistas y directores de las películas infantiles, además de los dólares que van a recaudar.
En general él o la protagonista son seres vivos, elefantes que vuelan (para mí, pasados de ácidos), ciervos a los que les asesinan a la madre o peces recién nacidos que se pierden de sus padres.
Los mambos que estas películas le generaron a generaciones completas son incalculables. Llegué a pensar que las productoras tienen acuerdos con los psicólogos y psicopedagogos de todo el mundo para que atiendan los traumas de los pibes que estas historias generan.
En mi caso, con un hijo en edad escolar, me tocó la época de “Buscando a Nemo”.
¡Pobrecito el pececito!, pero terrible hijo de puta, la plata que me hizo gastar.
Yo estaba recién separado de la madre de mi hijo y con la culpa que nos lleva a algunos a compensar los coletazos de la separación de los padres con compras y obsequios.
Cancha, cine, teatro, zapatillas, camisetas de fútbol, plata, plata, plata. Creo que no me endeudé también en un cero kilómetro porque a los siete años, todavía no lo iban a dejar manejar.
Pero volvamos a Nemo.
Entrada al cine, el globo de Nemo, la vincha de Nemo, la remera de Nemo, antiparras de Nemo, pero que pedazo de soretes… ¡Mirá si un pez va a usar antiparras! Decime también que tiene cataratas. Y cuando creía que ya estaba todo el merchandising comprado, no. No la vi venir.
A cuarenta y ocho horas de haber salido del cine me suena el teléfono.
– Hola Pa.
– Hola campeón. ¿Cómo va?
– Bien pa, una cosa. ¿Mañana cuando voy a dormir a tu casa, podemos ir primero a comprar a Nemo?
– ¿Quéééééé?
– Si, ¿Viste que cerca de casa venden unos peces de colores, esos de verdad?
– ¡No sé de qué hablás, pero no!; todo tiene un límite. Te lo regalo, pero lo llevás a la casa de mamá.
Y, como se imaginan, al día siguiente luego de una amistosa y tranquila charla con la mamá, tenía a Nemo en mi casa, más pecera, piedritas, aireador, alimento y una docena de peces de colores, que ademásssss tenían que ser compatibles entre ellos para que no se pelearan y no se devoraran. ¡Encima Barrabravas los desgraciados estos!.
Resulta que el bicho, parecido a Nemo, era de aguas cálidas, por lo tanto la pecera tenía que tener cuidados especiales, como termómetro y termostato para que los pececitos no tuviesen frío. ¡Ah!, calentador también hubo que comprar. El mejor, por las dudas.
Seis meses habrá durado esa porción de Océano Pacífico adentro de una caja de vidrio en casa; llena de barcos hundidos y buzos saludando con sus manos en escala. Océano medio especial, había que limpiarlo todas las semanas, poner alimento todos los días, renovar el agua, controlar el PH, y la temperatura. ¡Pordióóó, no olvidarse de la temperatura!
Todo eso para que el pendejo venga dos veces a la semana y los mire, con suerte, quince minutos.
– Hola Nemo. ¿Cómo estás? ¿Me extrañaste?
Quizás hubiera sido más económico pagar una terapia para que le atendieran al chico el trauma ocasionado porque Nemito no encontraba a su papi.
Hasta luz tenía la pecera para que los peces no tuvieran miedo cuando estaban solos.
Ya todo se había transformado en una rutina.
Un día, por la tarde, la temperatura del agua había bajado un poco. Fácil. Miro el calentador y solo había una ruedita, de un lado el signo más, del otro el signo menos. Como todo ser humano racional, le di un poco para el lado del más y listo. Asunto arreglado.
Al otro día la lucha de todas las mañanas.
– Dale, levantáte que llegás tarde al colegio.
– No, dejáme un ratito más pa. Porfi, porfi.
– ¿Qué porfi ni porfi?, ¡andá al baño, pishá, laváte los dientes, te voy haciendo la leche y si no la vas tomando en el auto, dale que es tarde. Ponéte el delantal, no te olvides la mochila! ¿Hay algo para firmar? Sacá de la heladera un alfajor.
Como siempre, todo a las corridas.
Un minuto antes de salir, ya con las llaves en la mano, escucho que mi hijo me dice.
– Pa. ¿Viste que hoy todos los pececitos están arriba?
Casi sin darle importancia, miro la pecera y no quería creer lo que veía, no solo estaban todos los peces flotando, estaban panza arriba y hasta humo salía del agua.
No sabía para donde salir corriendo ni qué decirle.
Lo primero que pensé es que bien merecido tiene Walt Disney de estar cagándose de frío.
Dicen las malas lenguas que había que parar el calentador una vez que la temperatura llegaba al valor deseado. ¿Por qué debería saberlo? ¿En qué materia de la secundaria me lo deberían haber enseñado? ¿Será que me pasó por haber ido a la escuela pública?
No hice más comentarios, lo llevé al colegio, me fui a mi trabajo y, a la noche resolvería de alguna forma.
Cuando volví los peces ya eran pescados; todavía estaban tibios como para pasar por la morgue.
Lo primero que pensé fue ir al chino, comprar un paquete de arroz grano largo, ese que no se pega, y hacerme la paella más cara del mundo. Pero no.
A la mañana siguiente ahí estaba, esperando que abra el acuario y comprando una nueva docena de pececitos, lo más parecidos posibles a los que habían fallecido en el baño turco.
Ah, y por las dudas, cuando reeditaron Dumbo, no lo llevé al cine.
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