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El color de tu flash
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EL OTOÑO DEL PATRIARCADO
Por Pablo Colombo
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Ya empezaba mayo entre nosotros: se sentía en el ambiente. Esa nítida mañana permitía caminar a buen ritmo, sin transpirar, sin esa goma pegajosa y terca que suele haber en marzo o en abril. Mi estado físico era envidiable: no me cansaba el tranco veloz, no tenía kilos de más y ya no me dolía la cintura: “Estoy hecho un purrete”, razoné, “el futuro me sonríe”.
Pero ya me estaban por cagar el día, faltaba más. En la terminal de ómnibus la cola para subir al Chevallier era un caos, y había una señora que se quería colar a toda costa. Puse a buen uso mis horas de gimnasio: llegado el momento acomodé el cuerpo victoriosamente y la señora exclamó “¡Ya no quedan caballeros!”. Le respondí -“No señora, se murieron todos en las Cruzadas”. “Encima se hace el gracioso. ¡Hombre grande!”.
¿Caballero? A ver: a igualdad de derechos, igualdad de obligaciones. ¿Por qué hay que ser un caballero? ¿Es que lo quieren todo? Encima si uno lo hace notar dicen que es machista. Por cualquier cosa dicen que uno es un patriarca heteronormativo. ¿Y eso duele, doctor? Ya no se puede hablar, ya no se puede decir nada.
Ejemplo 2.0: mis compañeras rabiosamente kirchneristas. Yo sé que un día recogerán el lenguaje inclusivo y lo llevarán como bandera a la Victoria Secret. Dicen “la Patria es el Otre”. La Patria. ¿Y qué hay de la Filia? ¿Se llama Instituto Matria? No esperen que yo use semejante payasada. Ya me voy a morir, no falta tanto. Ya que no van a respetar a los mayores, por lo menos tengan un poco de paciencia.
Cuando tomé el Chevallier de vuelta eran las 5 de la tarde y el sol declinaba, así que me acomodé del lado del poniente. Ya sabía que a esa hora no tenía más remedio que viajar parado hasta Escobar, pero habiendo calefacción la vida se hacía tolerable. En el asiento de enfrente viajaba una chica de no más de 25 años. Ya sé que podía ser mi hija, pero no era mi hija, así que no podía dejar de admirarla porque era muy linda. Además estaba dormida: ¿a quién molestaba? En un momento el Chevallier dio un barquinazo, la chica se despertó y abrió los ojos: eran AZULES. No celestes, sino azules. Me quedé paralizado ante tamaña belleza y la chica, con una sonrisa dulcísima, me dijo:
-Señor, ¿se quiere sentar?
La despedacé con la mirada y ella tan impune, como si fuera un cachorrito que ensució la alfombra. Por supuesto que me negué a sentarme. ¡Quién se habrá creído que era! Ni siquiera era tan linda, solo tenía ojitos color plomo. Cuando en Escobar se liberó un asiento me precipité para ocuparlo y estaba vomitado: esa es la función de los bebés en esta vida. Mientras olía a leche cortada me quedé pensando que en esa gentuza radicaba el porvenir de la Patria y de la Matria. Definitivamente futuro, lo que se dice futuro, era el de antes.
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