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Después de la salud de los enfermos, la enfermedad de los sanos
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TE DIJE QUE NO ME LO DIJERAS
Por Pablo Colombo
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![Te Dije que no me lo Dijeras Humor a la Wargon XIV](https://cristinawargon.com/wp-content/uploads/2024/10/Te-Dije-que-no-me-lo-Dijeras-Humor-a-la-Wargon-XIV.jpg)
Te Dije que no me lo Dijeras
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Me habían prometido la muerte inminente. Tenía un diagnóstico de enfermedad coronaria severa y ya me estaba haciendo tomar las medidas para el ataúd. Como todo es vanidad de vanidades, pensé en viajarme los pocos dólares que me quedaban. Bien dicen que, si te sobra guita en el momento de la muerte, es porque hiciste mal las cuentas.
Entonces miré mis ahorros que sumaban ocho mil quinientos dólares y pensé “¿Qué hago? ¿Los pongo en un fondo de inversión, compro bitcoins o me los patino en un viaje?”. La respuesta era obvia: Grecia, Turquía y Egipto aún faltaban en mi colección y allá viajé en abril pasado. Fui tachando prolijamente Pamukkale, Pirámides y Partenón y volví más culto que la miércoles.
Una vez en Buenos Aires acudí a la Fundación Favaloro en busca de una ergometría que sancionara mi extinción. Pero el cardiólogo dijo que estaba mucho mejor de lo que pensaba. “¿Cómo mejor? ¿Cuánto mejor?” me alarmé. “Para lo que es su corazón, demasiado”, me dijo. Como elogio era medio turbio, pero su cara sonriente me demostró que decía la verdad.
-¿Y ahora? ¿Tengo que pensar en jubilarme, en vivir con dos mangos, en seguir perdiendo facultades y morir desprotegido? Maldición. Yo que creía tener el futuro asegurado.
Primero que nada: cuando me jubilara, el sueldo se me reduciría a la mitad. La cuota de la prepaga iba a subir a la atmósfera, remontarse a la estratósfera e irse al mismísimo demonio. Y la necesitaba como al aire. Estaba pagando Swiss para todos y todas y mi familia iba a tener que hacerse cargo.
Lo conversé con mi ex y con mis hijos. Fabrizio, el mayor, miraba estólido, en todas las acepciones de la palabra, mientras que el menor parecía resignado a no heredar jamás mi casa. Me figuro que él imaginaba que su madre iría a hacerle la comida. Gra parecía decir con la mirada “una más de este hipocondríaco”. Nadie hablaba: parecía el cono del silencio, solo que este funcionó bien toda la vida.
Fabri dijo que no le alcanzaría la plata. Gra y Tiziano se borraron de la discusión, y yo me quedé frente a frente con Fabrizio. Le recordé que tenía 38 añitos y que aún vivía con la madre, y entonces se sacó. Me echó en cara todas las deudas reales o imaginarias que yo tenía con él y que una mísera cuota mensual apenas alcanzaría a compensar. Me di cuenta de que no estaba hablando de dinero.
A punto estuve de gritarle “¡Entonces no pidas guita! ¡Hablá!” cuando sentí un fuerte relámpago en el pecho y en la espalda. Me fui resbalando hacia adelante mientras Fabri, incapaz de decidir nada por sí mismo, llamaba a su hermano y a su madre. Me llevaron a la clínica; manejaba Gra metiéndose hasta en contramano, porque Fabri lloraba “perdón papá, perdón” y Tiziano, pálido pero eficaz, llamaba a la guardia. Sentí la absurda satisfacción que sienten los hipocondríacos cuando realmente están enfermos; como reza un epitafio: “¿vieron que no me sentía nada bien?”.
Después de estar internado más de un mes (está bien, ¿me creerían dos semanas?) zafé con dos stents y una angioplastia. Zafar es una forma de decir: ahora sí que estoy jodido. Mientras compartía un asado con mis hijos (yo masticaba resignado una casta ensalada de rúcula y tomate) comprobé 1) que me había quedado sin un peso, 2) que realmente me quedaba poco tiempo, y 3) que la recóndita culpa familiar me protegía. El viejo truco del infarto: por fin tenía mi futuro asegurado.
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